De los días rojos
-en Guipúzcoa-
Los nacionalistas han dejado en Azpeitia peor recuerdo que la C. N. T.
-Pero si querían a su tierra, ¿cómo abandonaron tan cobardemente estas montañas?
Vamos camino de Azpeitia y el camarada falangista que lleva el coche, don Francisco Muñoz, hombre de tierra llana, se siente anonadado ante la grandiosidad de estas vertienes del Hernio.
-A pedradas nada más podían haberse defendido contra un ejército- dice.
Y ya con esto empezamos a recordar las viejas gestas de los antiguos vascones, abuelos de estos héroes de la gasolina, que huyen en camioneta. “Domuit vascones” –dominó a los vascos- hacían escribir en sus anales como el mayor timbre de gloria los reyes de Castilla, aunque no hubieran hecho más que tenerlos un poco a raya en sus montes y desfiladeros inaccesibles, sin llegar a someterlos del todo. Y aun aquellas pequeñas victorias eran generalmente falsas, porque, sin teléfono ni radio, cualquier cronista palaciego podía mentir entonces tanto como mienten hoy las emisoras de Madrid.
¡Domuit vascones! ¡El General Mola sí que podrá escribir esta leyenda con toda verdad en su escudo! A los pobres nacionalsitas, que se creían los legitimos continuadores del espíritu y de la sangre de aquellos feroces guerreos, les estaba reservada la vergüenza de huir monte abajo por unas vertientes que nunca holló planta enemiga. Y es que eran gentes sin ideales recios, entontecidas de ezpata-dantza y de canciones ñoñas. Por el plato de lentejas de un Estatuto improbable traicionaron a última hora el espíritu religioso e hispánico de su tierra. Se quedaron sin alma y sin fe y entonces fueron ya tan cobardes como los rojos y huyeron tan de prisa como ellos, porque no tenían bandera ni enseña en alto, a la qué pedir valor. Las payasadas de Monzón y los gestos tribunicios de Irujo ¡qué valían ya en una hora tan seria!
¿Sabes cómo perdieron los nacionalistas el alto de Vidania?
Me lo cuenta Alejandro Echevarría en el Casino de Azpeitia.
En aquella posición que consideraban inexpugnable, hacían guardia constante unos treinta muchachos. Cuando llegaba la hora del relevo, si los que habían de relevarlos se retrasaban un poco, salían a encontrarlos al camino sin esperar más.
Generalmente los encontraban a poca distancia.
-Ahí queda eso –les decían-. Podíais daros más prisa en venir. Ya han pasado las ocho horas y nosotros no trabajamos horas extraordinarias.
Hacían la guerra con tacañería de Jurado Mixto. ¿Por qué habían de ser más generosos si no sabían lo que defendían? Los Requetés y Falangistas, todo entusiasmo por su causa, se percataron de ello, y una tarde, entre que los unos salían de la posición y los otros no llegaban, se metieron en ella y cuando aparecieron los del relevo los recibieron a tiros.
Fué un golpe de audacia de los Requetés, para reir un poco viendo correr a los nacionalistas. Días más tarde abandonaron la posición, porque no les convenía entonces distraer fuerzas en ella. Y entonces fué cuando el “Frente Popular” dio jubilosamente la noticia de la “reconquista” de Vidana, aunque nunca antes había dicho que se hubiera perdido.
Y se calló también cuando las tropas de Mola la volvieron a tomar fácilmente el día que les hizo falta avanzar por aquella parte.
REFINAMIENTO DE CRUELDAD CON LOS PRISIONEROS
Al menos les quedaba a los nacionalistas vascos la buena nota de haber sido humanos con los presos. Habrá sido en otras partes. En Azpeitia ni eso.
La prisión estaba en la parte alta del monasterio de Loyola. Si los aviones bombardeaban, que alcanzaran primero a los presos. Es una pieza de 30 por 7 metros, que fué biblioteca de los jesuítas, sobre el ala derecha del edificio. Está muy bien ventilada, pero observo que la mayor parte de los ventanales se hallan cerrados y clavados.
Es un refinamiento de crueldad, que me explica el joven Ignacio Echeverría, uno de los que allí estuvieron presos desde el día 21 de julio al 20 de septiembre.
-Ya que no habían tenido más remedio que subirnos a esta habitación bien ventilada –me dice- para librarse ellos de un posible bombardeo, nos clavaron todas las ventanas y así estuvimos encerradas cincuenta personas durante los días calurosos del mes de agosto. Nos ahogábamos materialmente en aquella atmósfera irrespirable. Algunos cayeron enfermos. Vino un médico y se quedó espantado de tanta crueldad. El logro que se nos desclavaran esas tres ventanas de las siete que tiene el salón.
Pero entonces –continúa Echeverría- empezó otro género de martirio. Por menos de nada los centinelas nos metían un tiro por las ventanas. Nos prohibieron acercarnos a tres metros de ellas, con lo que la estancia, que tenía siete metros de ancha, se nos quedó reducida a cuatro. No se nos ocurrió nunca asomarnos al exterior, pero en cuanto desde fuera creían ver una sombra que se movía, nos mandaban una bala. Vea usted los impactos en la pared de enfrente.
-¿Y todos esos cacharros que hay por los rincones?
-Acérquese, acérquese usted, pero tápese las narices.
Me acerco con todas las precauciones. Son caceroas, soperas, calderos, botes de conservas. Allí están todavía llenos de orinas y de excrementos, tal como los presos los dejaron al escapar en la madrugada de la liberación.
-¿Pero es que no había retrete?
Le había, pero desde las diez de la noche hasta las siete de la mañana se cerraban puertas y ventanas y no se permitía a nadie salir del dormitorio común ni para la necesidad más urgente. ¡Que cada cual se arreglara como pudiera! Y allí dentro llegó a haber 75 personas, ancianas muchas de ellas. Cuando de día teníamos necesidad de ir al retrete, nos acompañaba una pareja de milicianos nacionalistas con el revólver en la mano y el dedo en el gatillo. Al pasar entre los grupos por los pasillos, nos hacían objeto de toda clase de vejaciones. A uno le oí decir un día cuando yo pasaba: “A éstos que traen aquí para que no los mate la C. N. T., al final tendremos que fusilarlos nosotros”.
LOS VÁNDALOS EN EL SOLAR DE SAN IGNACIO
-¿Dónde dormían ustedes?
Cada cual había procurado traer de su casa un colchón, pero a última hora sólo teníamos treinta para setenta y cinco individuos. Con ellos nos arreglábamos todos como podíamos. Cuando a nuestros carceleros les hacía falta alguno, nos le cogían. Más de una noche entraron de repente, alumbrándose con una vela y echados los fusiles a la cara. Empezaban a patadas con el primero que encontraban al paso y sin que acabara de despertarse, tiraban del colchón y le dejaban rodando por el suelo.
-¿Y la comida?
Nos la traían de casa, pero no siempre llegaba entera. Recibíamos muchas veces las tortillas y las chuletas, no cortadas, mordidas por los propios dientes de nuestros guardianes. Aún conservamos para muestra una caja de cartón, en que a uno de los presos le envió una noche la cena su familia. Cuando se la entregaron, sólo contenía una botella vacía y dos hojas de berza. Es de creer que no sería su familia la que le gastó aquella triste broma.
-¿Cómo salieron ustedes de la prisión?
A dieciséis los llevaron el sábado hacia Bilbao, cuando ya empezaron a evacuar el pueblo. Entre esos dieciséis iban los hermanos Astrain, tradicionalistas, de San Sebastián y José Luis y Jesús Arsuaga, también donostiarras. A las once y media de la noche soltaron a algunos, de cuatro en cuatro, y ya de madrugada, un “cashero” de Azpeitia nos abrió la puerta a todos los que quedábamos, cuando ya los nacionalistas habían huído y un grupo de anarquistas, llegados de Cestona, merodeaba por aquellas inmediaciones, buscando el lugar en que estábamos los presos.
-¿Cometieron excesos los nacionalistas durante su concentración en Azpeitia?
Yo no sé si los comunistas hubieran dejado un recuerdo más triste. Saquearon por completo todos los establecimientos y casas particulares. Sólo de colchones se calcula que se habrán llevado el último día unos 900. Con el producto de los saqueos se daban la gran vida, mientras jugaban a la guerra, haciendo de vez en cuando excursiones tartarinescas por unos montes desde donde ni con prismáticos de campaña veían al enemigo. Su cuartel general, en el pacífico valle de Loyola, a la sombra austera del santuario, fué en estos dos meses una gran sidrería. Asombra ver la resistencia que tienen estos héroes para la bebida. Venga, venga usted y verá.
Entramos en el hotel San Ignacio, al lado del monasterio. Tenemos que ir saltando entre los muebles deshechos que se amontonan en pasillos y habitaciones. No hay ni una mesa, ni una cama, ni una silla que no esté destrozada. Han saltado sobre ellas, las han roto a culatazos, les han arrancado las patas. Da pena ver en medio de un salón un piano hermosísimo derribado, con las teclas sañudamente arrancadas; jergones apuñalados, armarios de luna rotos a patadas o a culatazos... Y junto a toda esta destrucción, multitud de objetos heterogéneos esparcidos por todas partes: monotones de papeles, de ropa sucia, botes, restos de comida, colchones vaciados, un dedo de grasa en el suelo y nubes de moscas sobre tanta inmudicia.
En la bodega había un verdadero capital en vinos y licores, sidras y champang. Se lo han bebido todo y no han respetado ni los cascos. En el último rincón se ve una pila de centenares de botellas vacías. Sobre ellas han arrojado grandes pedruscos para romperlas. Y a la vista está que lo han conseguido. No cabe mayor furia destructora.
En este hotel estaban los de Acción Nacionalsita. Los de “Jel” se albergaban en la hospedería y en los claustros del monasterio. El panorama en éste es exactamente el mismo que en el hotel. Ni el encontrarse en la misma casa solar de San Ignacio los hizo ser respetuosos. El pueblo azpeitiano lo recordará siempre. Lo recordaremos todos los españoles. Por Azpeitia no han pasado los nacionalistas. ¡Han pasado los vándalos!
JUAN DE HERNANI