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Gipuzkoa 1936
PIO BAROJA RELATA LAS AMARGAS HORAS QUE PASO EN PODER DE LOS CARLISTAS
Le querían fusilar por enemigo de la Iglesia.

En “La Nación”, de Buenos Aires, publica Pío Baroja un artículo en el que narra el momento en que estuvo a punto de ser fusilado por los carlistas.

Se hablaba -escribe Baroja- en Vera del Bidasoa que venían tropas del requeté, que iban al límite de Navarra con Guipúzcoa al mando del coronel Beorlegui. Los médicos fueron a las proximidades de Endarlaza para establecer una ambulancia de la Cruz Roja. El miércoles, por la tarde, uno de los agentes de Policía de Vera me dijo:

-Hoy tiene usted un espectáculo interesantísimo. Va a llegar una columna de Pamplona, al mando del coronel Ortiz de Zárate, qu entrará por el vecino pueblo de Lesaca y marchará a forzar el camino de Oyarzun para acercarse a San Sebastián.

Esta es una de las marchas que hacía con frecuencia el cura Santa Cruz. Cuando me decían esto se encontraba conmigo un médico del pueblo, doctor José Ochoteco, y otro policía, Federico Vizcaíno. El doctor Ochoteco había venido en un automovil pequeño con una gran cruz roja en el parabrisas. Llevaba en la manga un brazal con la misma cruz. Vizcaíno dijo:

-Ochoteco podría llevarnos en su coche para ver el paso de la columna.

-Muy bien -dijo el médico-, vamos en seguida.

Subimos los tres al automóvil y nos encaminamos hasta Lesaca. A la entrada del puente sobre el Bidasoa vimos a dos oficiales, uno de los cuales conocía al médico.

-No ha llegado aún la columna -le dijeron-, pero debe estar cerca.

Yo le dije al médico que me parecía que lo mejor sería volver.

-¿A usted le importa -preguntóme el médico- que vayamos hasta Mando para ver a mi mujer, que está algo enferma?

-A mí, no.

Llegamos a Mando, fuimos a casa del suegro del doctor. Y desde el balcón comenzamos a ver el avance de la columna medio militar, medio carlista. Irían de 700 a 800 hombres en varios camiones, requetés de boina roja, soldados de Artillería con piezas ligeras y automóviles de oficiales y jefes. Los requetés gritaban y saludaban al estilo fascista; los soldados de Artillería, con casco de acero y trajes oscuros, se mostraban serios y no hacían manifestaciones de entusiasmo. Pasó toda la columna, y nosotros pensábamos abandonar Mando y salir para Vera. Nustro médico tenía prisa. Era seguramente una imprudencia. Bajamos la cuesta hasta Mugaire, siempre adelantando a los camiones, entre mujeres y sacerdotes que nos aplaudían como si fuésemos de la comitiva.

De pronto se comenzaron a oir grandes voces de ¡Alto! ¡Alto! Nosotros nos detuvismo y oímos la voz de uno que gritaba:

-A ver ese automóvil, donde va Pío Baroja.

Cuatro o cinco hombres altos de aspecto amenazador, nos hicieron bajar del coche, y uno de ellos gritó:
-Póngase en fila.

Entonces nos amenazaron con pistolas y nos registraron. Yo creí, a la verdad, que en aquel momento nos fusilaban. “-Nos van a matar aquí -pensé yo con cierta indiferencia-. Yo gritaré ¡Viva la República!”. Tras un momento nos registraron, y al policía Vizcaíno le arrancaron violentamente la placa, la pistola y todo lo que llevaba en el bolsillo. En aquel momento yo no tenía todo el miedo que lógicamente debía tener. Sentía un fondo de desprecio por esta escenografía repugnante .Setecientos hombres para asustar a tres personas inofensivas, era demasiado. No sé si esperaban de nosotros algún acto de desesperación. Después de tenernos algún tiempo rígidos en la carretera, amenazados con pistolas, subimos al automóvil con orden de seguir detrás de otro que nos señalaron. Este aparato de valor, esta pedantería nieschiana, se me antojaba ridícula.

Parecía cosa de provincianos petulantes, y recordaba aqeullas cosas tal falsas de don Ramón del Valle Inclán acerca de la guerra carlista, en las que daba como una gran cosa el que los soldados de la religión, pegaran a las mujeres en el pecho con las culatas de los fusiles.

Seguimos al automóvil que nos indicaron y llegamos a la entrada del pueblo de Santesteban. El pueblo tiene un camino que pasa por un puente para unirse a la carretera. En esa encrucijada se aglomeraban los requetés y el público. Entonces el hombre alto que me había amenazado con una pistola se acercó a nuestro coche, y dijo, señalándome y mostrándome a los requetés:

-Este es el viejo miserable que ha insultado en sus libros a la religión y al tradicionalismo.

Yo nada contesté. “-Hay que matarlo” -dijeron los requetés-. Me chocó la cobardía del público, pues nadie hizo la menor objeción. Un fotógrafo pretendió hacer una fotografía, pero alguien dió un manotazo a la máquina, que cayó al suelo. Algunos de los requetés y de los soldados venían a mirarme a la cara, como a una fiera. Después de media hora, un jefe dijo que teníamos que ir a Vera, y en ese momento un puñó entró violentamente y me rozó la cara. Aquí pensé que alguno iba a agarrarme del brazo, sacarme exhausto y dejarme aplastado en la carretera.

Salimos de Santisteban y llegamos a Vera. No sé qué conciliábulos hubo allí, pero al cabo de una hora nos mandaron ver a Santesteba. “Allí nos matan”, pensé yo. A la entrada del pueblo nos rodearon cuatro guardias civiles, y en medio de la gente, tocada con boinas rojas, fuimos a la cárcel, que se encuentra en el sótano del Ayuntamiento.

Al entrar en ella dije a mis compañeros:

-Aquí creo que ya estamos en seguridad.

Horas después se presentó el oficial del Estado Mayor de la columna, hombre amable. Me dijo que podía salir de la cárcel e irme a dormir al hotel. Le contesté:

-Me quedo aquí, no sólo por compañerismo, sino porque me encuentro más seguro; en un hotel podrían asesinarme con mucha más facilidad.

El oficial del Estado Mayor dijo que a los tres nos pusieran en libertad una hora después de salir la columna del pueblo; pero a poco se presentó un sargento de la Guardia civil y nos dijo que en la comida que habían tenido los oficiales se decidió que era impropio y de mal efecto encarcelar a gente inocente. Así que el médico y yo pudimos marcharnos a casa de un compañero del doctor Ochoteco, el médico Aguirre.

Al llegar a casa de éste comencé a tener un gran pánico y a perder la serenidad. El sargento de la Guardia civil que nos acompañaba nos dijo que le diéramos palabra de no salir de casa de Aguirre hasta las dos de la tarde del día siguiente. Nos tendimos el médico y yo en la cama y estuvimos sin poder dormir. Teníamos la esperanza de que la columna abandonara pronto el pueblo. Efectivamente, a eso de las cinco o seis de la mañana empezamos a oir ruidos de motores y gritos de ¡Viva España! ¡Viva la religión! Y ¡Viva el clero! Estaba yo relativamente tranquilo cuando a eso de las ochoo nueve de la mañana empezaron nuevamente a pasar camiones Uno de éstos había volcado, resultando un muerto y varios heridos, y además la expedición había encontrado uno de los puentes, en el camino de Leiza, roto. De nuevo se llenó el pueblo de boinas rojas. -Yo he tenido mucho miedo -decíame el médico-, pero ya se me va pasando. Dentro de unos días no me acuerdo de esto. Usted ha estado muy sereno.

-Sí; pero ahora me empieza el pánico a mí y es posible que ya no se me quite.

Hablamos con el doctor Aguirre de cómo se podría salir de Santesteban sin peligro, y pensamos que mejor sería hacerlo después de comer, porque en estos primeros días los requetés se dedicaban a comer y a beber alegremente y probablemente después de dormir.

El sargento de la Guardia civil nos dió un salvoconducto para llegar a Vera. Después de comer, yo con el alma en un hilo, fuimos a la cárcel con ánimo de saludar a Vizcaíno, pero no pudimos. Salimos a la carretera bajo un sol de fuego. En todos los pueblos del tránsito había jóvenes armados, gente petulante con fusiles y escopetas modernos. En Sumbilla nos pararon un momento; después seguimos adelante hasta Vera, donde mi hermano, cuando le conté lo que me había pasado, me dijo que iría al pueblo para preguntar a los carabineros si me podían dar un salvoconducto para llegar a Francia, pero le dijero que no. Yo me decidí a marchar a pie. A dos kilómetros ví que subía un automóvil y lo detuve. El dueño era un español de apellido francés. En la carretera no había obstáculos, pero antes de llegar a punto avanzado apareció un carabinero. “Este me fastidia”, me dije. El carabinero pidió los papeles al propietario del automóvil, y luego me dijo:

-Usted es Pío Baroja.

-Sí, señor.

-Usted ha sido preso. Así lo dcie el “Diaro de Navarra”.

-Es verdad, pero me soltaron.

-Y ahora, ¿a dónde va?

-voy a uno de estos caseríos de España.

Entonces el carabinero se echó a reír.

-Ya veo que va usted a Francia; yo no se lo impediré. Que cada cual se salve como pueda.

-Pues, muchas gracias.

En la frontera varias personas se interesaron por saber lo que me había pasado. Por la noche me llevaron hasta Hendaya, a casa de unos amigos. Estaba allí el doctor Bago, de San Sebastián, casado con una hija del escritor Grandmontagne. Le conté lo ocurrido y al día siguiente tuvo la malhadada idea de acercarse a la frontera de Navarra por Dancharinea, haciendo que le prendieran y lo llevaran a Pamplona.

He ido después a la frontera de Vera, en el collado de Ibardin, para ver si no hay ya vigilancia y comunicarme con mi familia; pero allí siguen las boinas rojas y los hombres con el arma al brazo montando vigilancia...

* * *

N. de la R.-No podemos resistir al deseo de expresar la impresión que nos causa Baroja con su artículo, propio de un ególatra profundo, condición puesta de manifiesto una vez más.

Ese grito a la República que lanza entre los facciosos y que nosotros sostenemos con puntos suspensivos, le creemos sicnero en el escritor-académico, pero en la ocasión que relata parece más bien expresado en condiciones de desprecio para el enemigo común, que no le guardó consideración alguna.

Encuentra en su camino de tortura a una columna fascista y toda la reflexión que se le ocurre hacer es la de suponer que los 700 u 800 hombres que la integraban, estaban lanzados contra él y sus tres acompañantes. Que es cobarde el enemigo no lo descubre ahora Baroja. Lo que sí descubre el combatido escritor es su enorme vanidad. Para aquella columna, Baroja, no era más que un insignificante tropiezo. La prueba es que no le dieron importancia y esto es lo que más molestó a Baroja. Si le hubiera considerado como hombre de temperamento, para tenerle en cuenta, no son las hordas fascistas las que reparan en medios, ni en categorías, para librarse de enemigos.

Hace notar también Baroja su falta de cortesía al aludir a Valle-Inclán, dirigiéndole una intemperancia a sabiendas de que no le puede contestar. Otra cosa fuera si el glorioso manco hubiera podido dirigirle sus dicterios desde la tribuan del Ateneo donostiarra.

Y como final, vuelve a mostrar su incorrección al tratar de la aprehensión del doctor Bago, señalando imprudencias que de existir correrían parejas con su intrepidez al hablar de cosas sobre las que no está documentado.

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