La Escena
“María de la O”, en el Príncipe
Había que aprovechar la popularidad callejera de una canción afortunada, hasta extraer al éxito las últimas consecuencias posibles. Y nació “María de la O”, comedia, dipuesta a hacerse centenaria en los carteles de Madrid y Barcelona, a favor del recuerdo y de la rutina.
Y no es que esta nueva comedia (a nosotros nos parece excesiva la calificación) carezca de elementos necesarios para lograr una permanencia envidiable. Es que tiene exceso de ellos, por el interés que sus autores pusieron en recargar las tintas de lo gitano de pandereta.
Por esto se llega a concesiones de un gusto muy dudoso, que culminan en el innecesario cuadro último, más propio de una revista que de una obra, a la que muchos catalogarán entre las inofensivas. Es más que probable nuestra soledad en el juicio que emitimos, pero creemos de nuestro deber afirmar que hemos visto muy pocas veces algo tan superfluamente violento como aquellas escenas finales. Y la canción profana que los actores cantan rodilla en tierra, no es de lo más ortodoxo precisamente.
Quizás se arguya que todo ello es costumbre en la vida ordinaria de la gitanería. Lo ignoramos, porque no somos demasiados duchos en esa materia; pero hay muchas cosas que pasan en la vida corriente y que resultan inaceptables allende las candilejas.
Aparte todo esto, que nos obliga a formular serias reservas en el orden moral, y del ambiente poco edificante en que toda la obra se desenvuelve, no pueden negarse a los señores Valverde y León aciertos de técnica y de interés, siendo el segundo acto el más perfecto en tal sentido. Es posible que sean demasiado hábiles, porque no hay duda de que están aprovechados todos los trucos y recetas habituales en el teatro viejo. Los chistes son de todas clases y categorías, sin que falten los irreverentes, pero no es aquí donde más reparos puedieran oponerse a la comedia.
La interpretación, sin ser un prodigio, distó mucho de ser mala. Bien, Dolores Cortés; Tina Gascó, que empezó un poco desentonada, fué mejorando, teniendo en el acto segundo momentos que hubiera podido rubricar cualquiera primera actriz de categoría indiscutible. Correcto Fernando Granda, aunque su mutis del segundo acto padeciera por exceso de gesticulación. Anselmo Fernández, un poco por debajo de su nivel habitual. Julio Costa, como siempre, y Perchicot y el resto de la compañía, contribuyeron discretamente a la buena acogida dispensada por el público, que, si no llegó a entusiasmarse, distó mucho de manifestar desgrado.
J. C.