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viernes 11 octubre 2024
Gipuzkoa 1936

LOS ANARQUISTAS Y LA GUERRA EN EUSKADI
LA COMUNA DE SAN SEBASTIAN
Manuel Chiapuso

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Pese a ciertas teorías que se interesan por largas explicaciones, falseadas o sobrepasadas en la generación siguiente, y se burlan de la pequeña historia, esta interviene sin cesar en la grande y, frecuentemente, la determina. Por eso me he constreñido a los hechos y he intentado explicarlos imparcialmente.
Fred Bérence: «Los papas del Renacimiento»

1. LOS VERDADEROS MOVILES DEL ALZAMIENTO

La palabra la tienen las armas.
Cardenal Pla

El 16 de julio de 1936 me acosté con bastante fiebre. Después de mi paso por diferentes presidios durante casi cuatro años, obtenida mi libertad condicional hacia unos meses, sufría de tarde en tarde un acceso de fiebre consecuente a la afección pulmonar que contraí en el encierro. Estaba lejos de imaginar que habíamos entrado en los prolegómenos de la guerra civil. La atmósfera nacional se mantenía explosiva, pero el pueblo y el gobierno mantenían la secreta esperanza de que todas las fuerzas seguirían en la legalidad. Pasé una noche toledana tosiendo y esputando. Logré dormirme muy avanzada la hora y mi cansancio era tal que ni siquiera oí la entrada de Félix en mi habitación. Se dio cuenta de mi estado por la respiración defectuosa y por la cantidad de gargajos, parecía que mis pulmones salían a pedazos a la vista. En lugar, pues, de sacudirme violentamente, me despertó con mil precauciones. Había logrado dominar la impaciencia y el nerviosismo que le roían. La cosa no era para menos. Ya en mis cabales, me puso en antecedentes del juramento prestado por los militares en el Llano Amarillo de vuelta a los cuarteles en el protectorado marroquí. Nuestra reacción no era como la del jefe del gobierno que, al anunciarle la grave noticia manifestaba irresponsablemente: «si los militares se levantan, yo me acuesto». ¡Ah, si se pudiera gobernar con frases! Los españoles seríamos grandes políticos. Félix y yo catalogamos el juramento de peligroso. Un acto más para exacerbar la vena nacionalista. No veíamos en él sino el rezumar de ideales desfasados en la corriente universal.
El vasto anfiteatro recortado en el horizonte por los altos relieves del Tidiguin y del Dah Doh simbolizaría en nuestra historia la iniciación de un combate en el que España sobreviviría por encima de cadáveres mil, sacrificados en carnicería mutua, atizando rencores y excitando espíritus. Los grupos de cedros que adornaban el terreno de maniobras serían los testigos del grito marcial concertándose para destruir el régimen político que se dio el pueblo. ¡Lamentable y sombrío 16 de julio! Paradigma exultante de la abdicación colectiva del cristianismo, como lo atestigua el epígrafe del gran responsable de la Iglesia. Los enemigos de la República se entregaban a la pasión política que, precedentemente, el pueblo la había desechado. En sus primeras proclamas hablan de salvar a España del pistolerismo, de la agitación obrera y de los ataques contra las iglesias y conventos.
No indican claramente cuáles son sus fines políticos más bien nostalgia del mando y oposición a la marcha ascendente de la clase obrera.
El dinero, el sable y el hisopo, iban a cumplir el estupro a tres. ¿Su finalidad? Destruir la raíz proletaria que, a principios de siglo, por evolución histórica, ya forma parte de la realidad nacional. El catolicismo considera peligrosa el ascua reivindicativa que anida en las masas contra él, fruto de su ingerencia política y dictadura espiritual como corporal. El sable pretende imponer sus puntos de vista, temeroso del nuevo espíritu que invade a la legión de los desamparados moral y materialmente. El latifundista, semifeudal, siente ya la posible perdida de los privilegios ofrecidos en una época lejanísima que nada tenia que ver con la España actual. Ya no había imperios y colonias, ni Cristo que lo fundó. España estaba en plena mutación y en los albores de la industrialización. Por eso; Félix y yo pensábamos que el juramento del Llano Amarillo aparecía embebido de lo llamado por Nietzsche «la voluntad del poder». Se nos aparecía como gigantesca empresa cimentada por pasiones subterráneas; ioh, Freud!, y ambiciones soterradas. Los dos estimábamos que el verdadero patriotismo se manifestaba en la moderación del comportamiento y en el espíritu de conciliación.
Dado mi estado, Félix me aconsejó que no me moviera de la cama, que tomara remedios enérgicos con objeto de estar preparado frente a lo irremediable. Por su parte, él pondría en movimiento a las Juventudes Libertarias, se entrevistaría con los de Euzko Indarra y con los jóvenes socialistas y comunistas. Volvería por la noche para ponerme en antecedentes de todo. Salió, pues, disparado y yo tuve un acceso de tos que me dejó aplastado y enfebrecido. Acudió la patrona. Mi padre y yo teníamos alquilada una habitación en la calle Autonomía, en un piso espacioso, cuya parte trasera daba a la calle de La Salud, tan conocida por sus rameras.
Le pagábamos setenta y cinco pesetas, religiosamente, por mes, y aunque mis antecedentes penales no le hacían mucha gracia, nos soportaban. Bien es verdad que mi padre era de lo más pacífico y trabajador que pueda darse. El sólo se preocupaba de su vegetarianismo y de sus frutas y de prepararme un jarabe de nabos, después de tenerlo tres noches al sereno, un aceite en donde bañaban durante quince días trocitos de ajo.
Ese nabo y ese aceite eran intomables, tanto por el olor como por el sabor. Yo hacia de tripas corazón, pues notaba que. me eran beneficiosos. La patrona no-tenia la misma fe en esos remedios y se fue a la farmacia. Me trajo sellos, aspirinas y un revulsivo. Jamás tomé tantas medicinas. Además, durante la mañana, amén del desayuno, tres veces manzanilla bien caliente, me trajo a la cama. -Y cuando su padre vuelva' del trabajo-me dijo-yo esconderé las medicinas; ya sé que no le gusta la medicina química, pero con ese jarabe de nabos y ese aceite del diablo no se curará usted-. Yo me reí. Yo sabía que mi padre, aunque hablaba poco, les daba a veces lecciones en la cocina de dietética y medicina natural. Y mientras estaba haciendo la cama del padre se explayó: -Tiene usted un padre que es la comidilla de todas las amas de casa-.
-¿Pues?-le interrogué sorprendido-. -Primero, porque no habla con nadie; segundo, porque hace la plaza como las mujeres. -iAh!, ¿es eso? -comenté-. Mi padre estropeó su vida por idealismo. El suyo le montó un taller de ebanistería en la calle Manterota. A los dieciocho años se encontró con espléndido taller y un asociado, Blas, ya mayor, que dirigía los primeros pasos del joven. Todo marchaba bien. Pero al llegar la hora del servicio militar a mi padre se le ocurrió declararse antimilitarista. Y atravesó en barca la frontera rozando el puente del topo. Mi abuelo mal liquidó los negocios con Blas, quien fue en realidad el ganancioso en la trastada del padre. De su vida en Francia había cogido la costumbre de hacer las compras y de comportarse como un europeo. La patrona prosiguió: -Si yo le dijera a mi marido que fuera a la plaza, menuda que se armaría; se consideraría a la altura de la mujer. En casa hago lo que me da la gana y yo llevo la voz cantante en todo, Pero que él no aparezca delante de los demás como supeditado a mí. ¡Ah, los hombres! -terminó irónicamente. Y se fue a preparar la comida.
Yo me olvidé de mi estado físico. Mi mente se enfrascaba en la terrible realidad del levantamiento. Por las briznas que llegaban a mis oídos de las noticias de radio de algún balcón abierto notaba que la situación iba empeorando. Ya no se hablaba solo de Marruecos, sino también de Canarias. El general Franco se había sublevado y se había hecho dueño del archipiélago, casi sin resistencia. Ahora se iban aclarando ciertas ideas y hechos. El 17 de junio las derechas se sentían fuertes después del terrible desastre de las elecciones de febrero. Y desafiaron al gobierno en el parlamento. Calvo Sotelo, en un discurso cargado, redundante, artificial, estimó que el gobierno era culpable de los males que el país sufría. ¿Finalidad del discurso? Amenazar con el golpe de estado. Su ironía, a veces amarga, carecía de valor cuando a sus espaldas se perfilaba el plan del levantamiento. Calvo Sotelo, por sus propósitos, se excluía él mismo del compromiso y de la negociación, meta de todo hombre político inteligente. En la misma fecha, Gil Robles destacó en otro discurso la importancia de los excesos contra la Iglesia. Dado que el gobierno, prisionero de las izquierdas no tenía bastante fuerza para reprimir los desórdenes a imponer la calma en la calle, le invitaba a que quitase el poder. Sino, la defensa legítima obraría como ley natural. Fue la amenaza velada, proclamada con bastante fuga y calor. Pero Gil Robles no elevó el debate. Se limitó a una exposición unilateral de la política con visión mediocre y apasionada. A través de sus palabras se adivinaba que se creía un prohombre e invulnerable. Jamás la temeridad fue buena consejera para componer variaciones sobre un tema tan trágico como el de la guerra civil. El 30 de junio las algaradas de Alcalá de Henares ofrecieron la muestra de la desobediencia contra el régimen republicano. Los jóvenes del Ejército, apasionados, experimentaban el cosquilleo del alzamiento. Ardían por salir a la calle y sólo esperaban la voz de mando, esa voz que la iban aplazando para mejor darla. El atractivo de la gloria ganada contra un campesino miserable y hambriento y contra un proletariado desarmado debía ser inmenso. Venía a mi memoria el temple del Gran Capitán, el ondeador de la bandera nacional por los campos de batalla extranjeros con gran estrategia guerrera, digna de loas. Los grandes destinos se forjan con grandes fines.

El 12 de julio murió asesinado el teniente de guardias de asalto Castillo, militante socialista e influyente en ese Cuerpo creado por la República. Fue una provocación contra el Partido. Indignado y molesto, por ser el blanco preferido de los falangistas, no tardó la reacción del Partido Socialista. Empleó la ley del talión contra una de las personas mas destacadas de las derechas, el caracterizado jefe de Renovación Española, Calvo Sotelo. El 13 de julio, el hombre que amenazó públicamente con el golpe de estado apareció asesinado en una furgoneta al borde de la carretera. Las ceremonias fúnebres de las dos victimas pusieron en tensión a la capital. Derechas e izquierdas, acompañando a su muerto, no admitían el acuerdo. Los dos féretros preludiaban que las divergencias, normales en una sociedad de libre acuerdo, iban a borrarse a tiros. La terrible conmoción daba las primeras sacudidas. Dado el contexto político-social, todo auguraba que los aires de fronda harían vibrar a los españoles, recordándoles tiempos remotos y cercanos, en los que la guerra civil servía de soporte al heroísmo y a la bajeza.

2. QUIENES ERAN LAS DERECHAS Y LAS IZQUIERDAS

Sangre obrera ha regado la tierra. Las pistolas las manejaban obreros de fracciones distintas: socialistas, anarquistas y comunistas... ; ¡ Así avanza el fascismo!
«Solidaridad Obrera», 13 de julio

Los ánimos estaban tan excitados por esa serie de hechos que todos se iban sensibilizando y las armas entraban en juego con el menor pretexto. El vértigo de la acción ilegal había entrado en nuestras costumbres, como los agentes atmosféricos en el clima peninsular. Cuando conocí los hechos del epígrafe, no me los podía explicar. Los comentamos en el grupo y nos preguntábamos si en las filas obreras no se habrían infiltrado agentes pagados por el enemigo. Ya no era un secreto para nadie que los falangistas se nutrían de hombres de la Confederación aprovechándose del paro y de la miseria. En la lucha por el poder se empleaban toda clase de armas. Vivíamos ya bajo el imperio de la provocación y de la premeditación criminal. Los actos esporádicos del siglo XIX y de principios del XX, en que el cambio de personas bastaría para la transformaron de sistemas se habían desvanecido. Se trataba de vasta red de hechos destinados a crear un estado de agitación constante y un malestar creciente. Lo sucedido en Sevilla, lamentable en sí, fue favorable para la unidad de los socialistas y anarquistas en el ámbito nacional. Y nada mejor frente a la configuración política de las derechas, monstruo retrógrado y antediluviano, políticamente siniestro que solo cabe en mentalidades aberrantes a lo largo de pesadillas religio-alucinantes. Dominados por ellas, los españoles volverían a tiempos pretéritos en los que vivirían al margen de la evolución europea y universal. Una aristocracia decadente a incapaz que siguiera exhibiendo títulos no merecidos, para que un capitalismo en pleno balbuceo, inadaptado a la evolución sociológica del industrialismo, desconociera lo absurdo de la condición obrera, para que el latifundista siguiera gozando los privilegios estimados de derecho divino y creyendo que era apto a la hegemonía nacional. Nosotros, los revolucionarios teníamos defectos, como todo hijo de vecino, pero no el gravísimo, fruto del orgullo español, de ignorar lo que se dictamina olímpicamente que no existe.
La patrona se comportó admirablemente. Con una de sus hijas, me sirvió la comida: sopa de verduras, pescadilla y una manzana. Yo no tenía apetito, pero comí pensando en que debía recuperar fuerzas en previsión de toda eventualidad. A la comida añadieron las medicinas y pude dormir un rato. Un acceso de tos me despertó, pero fue más liviano que los precedentes. Ya los esputos salían más blandos. Me sentía mejor. Pronto saldría de la cama para entrar en la vorágine que me imaginaba sería. la calle, los partidos y los sindicatos. Pensé en Félix al acordarme de Navarra y del carlismo, pues una de sus manías-a veces genialidades-era la de que había que lanzarse contra Navarra, foco amenazador de todas las libertades. El carlismo, dirigido por Fal Condé, resurgía violento con mentalidad ultra reaccionaria, tanto como a lo largo del siglo XIX. Los carlistas representaban la doctrina menos evolucionada de los anales políticos. Bajo su férula, España volvería a la época medieval. Dinámicos a intransigentes, fanáticos del catolicismo, del patriotismo y de la monarquía, se olvidaban de los hombres. Navarra era el foco principal de esos antediluvianos. Navarra, esa provincia en donde el general Mola, gran organizador, pero de espíritu turbio y complicado, enemigo jurado de las izquierdas, intentaba ponerse de acuerdo con los carlistas, como base popular de un régimen militar. Mola sabia que le hacía falta al ejército un mínimo de apoyo civil para sustituir al régimen republicano. Se hablaba de negociaciones secretas en las que Navarra desempeñaba un gran papel, pero sólo los conjurados estaban en el secreto de los dioses. Nosotros sólo podíamos hacer conjeturas y prepararnos a un combate a todas luces desigual. Los carlistas poseían fuerzas paramilitares bien armadas y entrenadas y una provincia favorable. A Mola le cayó una breva al ser conmutado a esa provincia.
El falangismo, brote o epifenómeno de doctrinas extranjeras aliñadas a la salsa española, como el fascismo y el nacionalsocialismo. No tenía la originalidad, ni la pureza, de lo típicamente español. De ahí que se mantuviera con la ayuda económica vía Italia y bélica vía Berlín. Su gran animador: José Antonio Primo de Rivera, hijo del ex-dictador. Como esta organización empleaba la dialéctica revolucionaria, sus congéneres de la reacción le observaban con prevención y con simpatía moderada, quizás por considerarle como aguafiestas en la arena política. Desde su creación, en plena República, su acción consistió en crear el desorden y la agitación en la vía pública. Es por lo que su jefe fue detenido.
La doctrina se decía pomposamente nacionalsindicalismo, curiosa y pesada amalgama de religión, sindicato y política. Un cóctel seudo revolucionario que sirviera de cebo para los ciudadanos. Dejaba en pie el fijismo de la sociedad española, ese inmovilismo que impedía precisamente el progreso. Desconocedor-o megalómano-de la miseria a ignorancia del país y del papel de tercer orden en el concierto internacional, sonaba con el imperio español... Si un día esta doctrina reinara, si un destino cruel nos la impusiera, ¡pobres de nosotros! Esta posibilidad me situó en un cuadro goyesco, alucinatorio y monstruoso.
Escapé a esas visiones dantescas recordando a otro fruto de las derechas: Renovación Española. ¿Su jefe? Calvo Sotelo hasta su muerte acaecida unos días antes. De renovación sólo tenía el nombre. Se nutría de los clásicos jugos políticos de la reacción. Partido del dinero lo defendía con virulenta actividad parlamentaria y con artículos demagógicos. En su fatuidad, se consideraba la única realidad política pese a su exigua influencia. Y no encontraba límites a su ambición y avidez, reflejo quizás de la personalidad de su ex-jefe. Carente de filosofía y menos aún de sociología en sus postulados, lo observábamos casi como ultramontano. Desde luego, como partido profesional de la economía capitalista.
E hilo tras hilo se me aparecieron los agrarios, capitaneados por José Martínez Velasco, cuyo objetivo esencial consistía en que la República no atacara a los latifundistas. El campo se lo imaginaban como inmenso vedado de caza con las lacras seculares. De ahí que se negaran a la menor reforma de la tierra. Este partido, a las órdenes de hombres que hacían labrar los campos con arados árabes por no ver más allí de la nariz, representaba dignamente el reinante espíritu fosilizado en el agrio. No tenía plan ni política.
Guiado por el deseo ferviente de defender a los acaparadores de la tierra, mantenía el «statu quo» contra tirios y troyanos. La productividad, el bienestar del campesino, significaban entelequias salidas de cerebros voltairianos, luego ignoradas.
Le bastaba conservar los valores metafísicos y morales de la vieja España con objeto de que unos cuantos se paseasen por sus propiedades con aires señoriales, hinchados de orgullo y el corazón seco. Gran partido, pues, de la trapería y de la antigualla.
Por fin caí en Acción Popular, partido que cambiaba de nombre como de camisa. Su jefe, Gil Robles, el añorador monárquico alfonsino. Partido moderado, viejo rescoldo de la política, hubiera desempeñado gran papel, como contrapunto de las izquierdas, si siguiendo a su jefe, no le hubiera faltado el discernimiento y la facultad de considerar los acontecimientos con espíritu estricto. Ambicioso, creyó ser el eje de la política, cuando sólo era un elemento, importante sin duda. Grandilocuente, estaba impregnado de las resonancias sentimentales de una monarquía que tuvo la gran virtud de exilarse en contra de militares que quisieron, ya, transformar al país en teatro de guerra el celebre 14 de abril de 1931.
Con fuerte minoría parlamentaria, se lanzó a una política de diatriba permanente sin buscar el lado constructivo de toda legislación. Bien compenetrado del contexto político no da ninguna beligerancia a los fenómenos sociológicos que transforman las sociedades.
Este rompecabezas anacrónico de las derechas lo cimentaba el odio al nuevo régimen. No pudiendo digerir la derrota electoral de febrero, el alma roída por la frustración, tocaba a voleo las campanas contra la República. Eran capaces de aliarse con el diablo con tal de que desapareciera la República, la modesta República burguesa. Y se exasperaban... por falta de agilidad mental y grandeza de alma. La tradición significaba para ellas la perfección y la sabiduría. Pero tradición con gran estaca. Tranquilidad viene de tranca, decían.
Cómo me hubiera gustado penetrar en ese mundo en ese instante que los militares de Canarias y de Marruecos se preparaban, sin duda, a atacar la península. Cómo estarían pendientes de las noticias, esos políticos derechistas, unos en las capitales españolas y otros en las francesas. Cómo debían babear de placer columbrando la posibilidad de vengarse de cinco años de República en los que ésta se permitió atacar los intereses de los poderosos. Y enfrente...

¿quiénes eran las izquierdas?

... Yo las veía más diversificadas y disemejantes que las derechas, carentes del cemento que les uniera en bloque monolítico frente a la reacción y al levantamiento. El programa del Frente Popular fue episódico e insuficiente. Sin embargo, por mi carácter optimista, ya me imaginaba que se unirían contra la tormenta por ley de vida. Cada fracción perdería la pretensión de considerarse vestal de la llama que iluminaría más o menos pronto a España.
El Partido Socialista, muy influyente, no quiso intervenir en el gobierno salido de febrero, instruido por la experiencia vivida al lado de los republicanos. No en balde perdió audiencia en la gran masa de trabajadores en provecho de la C. N. T. Azaña proyectaba incorporarlo cuanto antes al gobierno, demasiado débil. España estaba viviendo una paradoja política: los republicanos con su gobierno no estaba sostenido por ninguna de las grandes formaciones políticas del país. A lo sumo, lo toleraban. Al Partido Socialista lo desgarraban dos tendencias: la prietista y la caballerista. La primera moderada y dispuesta al compromiso. La segunda, más virulenta, hablaba con lenguaje revolucionario. Por otra parte, el Partido tenía la misma pretensión que Acción Popular: gobernar a solas sin comprender que el tablero político se lo impedía y que era más práctico dejar por el momento los sueños de hegemonía. Por este complejo de superioridad, proclamaba su fuerza a los cuatro vientos blandiéndola amenazadora contra el gobierno y las derechas, sea en manifestaciones callejeras, sea en mítines colosales.
El Partido Comunista, ayudado por Moscú, mostraba una actividad y un dinamismo superiores a la realidad numérica y a la influencia que pudieran ejercer sobre los trabajadores. Desde que su proyecto de apoderarse de la C. N. T. fracasó estrepitosamente, sus esfuerzos de penetración en la U. G. T., de filiación socialista, se iban consolidando. Y no era extraño a las luchas intestinas del Partido Socialista por envenenarlo al apoyar a Largo Caballero y al calificarle de futuro Lenin español. ¡Paradojas de la política! El Partido Comunista se procuró un éxito al unir las Juventudes Socialistas con las Comunistas. Con este ariete trataba de atacar al viejo Partido Socialista.
Por nuestra parte, nos mostrábamos intransigentes. La C. N. T. proseguía sus fines revolucionarios, embriagada por su influencia creciente entre obreros y campesinos. Yo no pecaba de optimista al considerarla como una de las fracciones más potentes del tablero politico-social. La acción directa y el federalismo eran las grandes coordenadas de su ideología. Antigubernamental y antimarxista, se imponían por enfrentarse valerosamente contra los hombres pagados por la derecha y contra la fuerza pública y, también, por las huelgas sostenidas más bien de carácter moral que de carácter salarial, o de mejora de las condiciones de trabajo o de horario. En esos albores de la guerra civil, preñada de amenazas y sacrificios, la C. N. T. se presentaba como un fenómeno sociológico sin igual en otros países, fenómeno que todos los partidos políticos no lo querían comprender. Nutrida en las fuentes del bakuninismo, kropotkinismo y proudhonismo, fue esta organización sindical la que influenció sobre el anarquismo y le obligó a organizarse abandonando el clásico grupo independiente y soberano. Fenómeno doblemente curioso, pues la central sindical influía sobre la ideología anarquista. Dirigir millón y medio de hombres no era igual que vivir en circuito cerrado cantando loas a los principios y otras menudencias. Publicar periódicos y revistas implicaba un plan, una dirección, que no se podía abandonar al primer postulante. Todo ese aparato comenzaba a producir una crisis, no de conciencia, sino ideológica.
La organización de una sociedad necesitaba una disciplina intelectual y orgánica, una elaboración de proyectos económicos más concretos que los del reciente Congreso de Zaragoza más bien vagos a ilusorios. En una palabra, más rigor en el saber y en el trabajo social.
Las fuerzas regionalistas, tales como Solidaridad de Obreros Vascos y los Rabassaires catalanes, suponían fuerzas no despreciables en su perímetro regional, pero en el tablero nacional desempeñaban un papel pálido. Y sobre esta tormenta de españoles turbulentos y en perpetuo motín, en una España que tanto sufría para parir un sistema político coherente, los partidos republicanos pretendían evitar el cisma de los españoles.
Sobrepasados por una realidad que buscaba el choque de las armas, el combate de calles y las ambiciones tortuosas de los unos y la incomprensión de los. otros, gobernaban en plena quimera y surrealismo. Tenían buenos oradores, tenían buenas intenciones, pero en política andaban ciegos. Además, ¿cómo operar cuando la gran parte del país les volvía la espalda?
Yo sentía componerse la sinfonía guerrera con preludios y movimientos de todo género. Esta se encarnaría por encima de las contingencias humanas, como fuerza destructora que obrase fuera del tiempo y del espacio.
Iba a estallar, yo estaba seguro, como potencia misteriosa digna de la esencia vital del español. Y rompería los diques que los años habían erigido laboriosamente. La sinfonía se impondría al hombre por un destino fatal hasta que la saturación de gases y explosiones le dejaran agotado. Si, el país estaba sensibilizado y acondicionado para el choque. Los cuchicheos en sacristías y confesonarios en favor de la paz nada valdrían, ni los llamamientos al sentido común, ni los cantos a la alegría del vivir y a la poesía de una tierra ardiente. En ese instante, enfermo, esputando más que un tuberculoso, presentía el grave peligro que rondaba a las puertas con rumores de catástrofe nacional. Me comportaba ya como el animal en alerta por el olor del inminente estallido. Los obreros no podían dejar a los enemigos, apoderarse del poder alegremente. Yo estaba ardiendo, no sólo de fiebre, sino de ganas que Ilegase la noche y recibir la visita de Liqui. A las seis y media llegó el padre del taller. Tuve que pasar por el jarabe de nabos y por el aceite de ajos. Su presencia me calmó un poco. Le pregunté por la situación, pero como vivía en su universo íntimo, no saqué nada en conclusión. Me preparó la cena: una sopa con cinco o seis verduras diferentes salpicada con harina de maíz. Ya en el plato me echó dos yemas de huevo. Preconizaba que la albúmina de los huevos era fatal para el organismo. Cenamos los dos juntos y, conversando con él, la espera se me hacía menos angustiosa.

3. EL ALZAMIENTO SE IBA GENERALIZANDO
Bienvenidos al Frente Popular de San Sebastián, compañeros de la C. N. T.
Guillermo Torrijos, presidente del P. S.

A eso de las diez llegó Liqui. Entró en tromba y a quemarropa me lanzó:
-Esta vez ya está.
-¿Seguro?
-Y tan seguro. La cosa va en serio.
-¿Y aquí, en San Sebastián?
-Todos en pie de guerra. No nos cogerán cagando. En el gobierno civil se reúne el Frente Popular para respaldar la acción en favor de la República del gobernador Artola.
-¿Y nosotros?
-Ya nos hemos incorporado al Frente Popular. Todos han olvidado el programa y se proponen defenderse contra el golpe de estado. Nos han acogido sin reservas.
-¿Y tú qué has hecho?
-Con las juventudes Libertarias hemos formado tres grupos de choque. Ahora están fabricando petardos, algunos respetables. Harán mucho ruido allí donde caigan.
-¿Y armas?
-El Partido Socialista ha distribuido, de acuerdo con el Frente Popular de Eibar, algunos naranjeros y pistolas. Poco, Pero algo es algo. ¿Y tú cómo vas?
-Mejor. Me parece que podréis contar conmigo.
-Esta noche no te muevas. Procura ir mañana al sindicato, por lo menos podrás seguir de cerca los hechos. Las sindicales declaran la huelga general indefinida en todo el país. Vamos a ver si los militares se echan a la calle en la península.
Y dirigiéndose al padre, en vasco:
-Manuel eztulakin bukatu biar da gaur gabian. Ondo izerdi egin biar du eta biar zutik. Izugarrisko gauzak ikusiko degu. (Manuel, hay que acabar con la tos esta noche. Tiene que sudar bien y mañana de pie. Vamos a ver cosas enormes).
El padre le miró extrañado de ese lenguaje que le sacaba de su universo íntimo. Magnetizado por el vigor y simpatía que se desprendía del joven contestó:
-Bai. Nik egingo det dana. Biar zurekin izango da.
Félix, que estaba sentado en la cama, pegó un salto y se puso de pie. Y ahora al coche fantasma.
-¿Que es eso?
-Déjame. En nuestros planes entra el recorrer la ciudad con un coche tirando con objeto de crear el espíritu de defensa y de combate.

-Me parece muy bien.
En efecto, a las once de la noche comenzó el coche fantasma su trabajo de irritación ciudadana. Son los fachas-decían unos-. Son los militares-decían otros-. Son los sindicalistas-declaraban algunos-. La patrona, seguida de dos hijas, entró en la habitación haciendo más aspavientos que una alocada:
-Pero ¿qué va a pasar? Ya están tirando tiros por las calles. La radio no habla más que de cuarteles que se van levantando contra el gobierno. No se le ocurra salir mañana. Esto va de mal en peor.
-Si todos nos quedamos en casa los alzados se pasearán por las calles y se impondrán tranquilamente. Hay que tener menos miedo. Lo que sea sonará -dije acodándome en la cama.
-Por Dios, no se levante-insistió la patrona.
Poco después otros jicarazos y cucharillas de jarabe de nabo y aceite de ajo me dispusieron a pasar la noche con mejor perspectiva que la anterior. Y así fue. Pude dormir bastante bien y los accesos de tos fueron menos frecuentes y menos violentos. Por la mañana, en contra de la opinión del padre, me levanté. Desayuné copos de avena, un buen plato. En el momento de salir, la patrona me acompañó hasta la puerta, recomendándome mucha prudencia no sólo en la lucha contra el mal sino también en la vorágine que envolvía al país. Fue ella la que me anunció:
-En Madrid y en Barcelona los militares se han echado a la calle.
-Peor para ellos-le manifesté comprendiendo que entrábamos en la fase decisiva del primer choque.
Antes de ir a la calle Larramendi a nuestros sindicatos me dirigí a la parte vieja por conocer la atmósfera de la ciudad. ¡Vaya carga de emoción indignada! San Sebastián ya no mostraba la sonrisa acogedora de balneario privilegiado. Nada de aire indiferente. El temor y la incertidumbre se habían apoderado de la ciudad ante las terribles noticias...

El levantamiento se iba generalizando

... y con ello la ciudad se preparaba a que los militares también echasen su cuarto de espadas en ella, aunque sólo fuera por solidaridad con otros regimientos. Tenía que defenderse contra un enemigo que se ocultaba en la sombra en espera del momento favorable o las órdenes del jefe. El estado de alarma había sacudido las conciencias. El hermoso espectáculo de la playa perdía su interés frente a la terrible perspectiva. El paso decisivo iba a ser dado en una atmósfera dramática. Ya en el bulevar me encontré con grupos compactos que iban recorriendo las calles dando gritos hostiles contra el ejército. En la parte vieja un hervidero de gente entraba en los sindicatos marxistas y en los partidos políticos. Los militantes se reunían y estudiaban la manera de enfrentarse con la situación y con un enemigo todavía agazapado. La historia social vivida desde el advenimiento de la República había desarrollado en los obreros el instinto de defensa y la intuición que permitía interpretar exactamente los acontecimientos. Por el balcón del primer piso, en la calle Mayor, oí que la radio anunciaba alegremente:
-La respuesta del pueblo barcelonés y madrileño ha aplastado la revuelta de los militares.
La aparente serenidad gubernamental no impedía que la rebelión invadiese la península y se generalizara. No se sabía cómo se saldría de la gran confrontación. Las autoridades locales, gobernador militar y gobernador civil, siguiendo al gobierno, insisten en que en San Sebastián no pasará nada. No hacía falta ser adivino, en esa actitud gubernamental, para ver si podía llegar a un compromiso con el ejército. El gobierno, en las ultimas cuarenta y ocho horas, se agarraba a esta solución como a un clavo ardiendo.' Pero ya era tarde. El pueblo donostiarra y el pueblo español en general lo había comprendido mejor que el gobierno y se dispuso a tomar las responsabilidades históricas. Quizás sobreestimara sus fuerzas, pero las noticias animosas de Madrid y de Barcelona lo daban pauta para ello. San Sebastián se preparaba a la agarrada. Los falangistas y los tradicionalistas tenían que poner en marcha el dispositivo de combate. Además trataban de empujar a los militares, un tanto reacios, a la rebelión en cumplimiento de los compromisos. La guarnición donostiarra, indecisa ¡qué esperaba! estaba acuartelada. La pelota estaba en el aire. Las fuerzas del Frente Popular discutían la forma de oponerse al golpe. Las reticencias tácticas e ideológicas las han cerrado bajo llave. El destino del país estaba en juego. En la misma puerta del gobierno civil, en la calle Oquendo, Torrijos, el socialista, y Ruiz, el cenetista, se felicitan del paso dado por la organización revolucionaria.
-Ahora nos encontramos todos en la misma barca. Y ha sido necesario este grave peligro. Vuestra fuerza ayudara al juego político y combativo del gobierno.
-Sí, Guillermo. Nuestros sindicados se baten por toda España contra los militares, conscientes de la situación explosiva. Nadie dirá que el anarcosindicalismo se ha lavado las manos en esta coyuntura.
-Vuestra presencia entre nosotros es de buen augurio para el porvenir.
-Sí. Pero la ausencia del Partido Nacionalista Vasco puede crear una fisura en nuestra región. Menos mal que Acción Nacionalista no tardará en incorporarse al Frente Popular y, por lo menos, ella representará el espíritu específicamente vasco.
-Les invitaremos a los dos partidos. La unión, contra los militares será así total. Los vascos tienen que estar entre nosotros. Es uno de los pensamientos de Indalecio Prieto.
-Hay que hacerlo en seguida.
Esta conversación, tenida delante de mí, me congratuló. Antes de subir al gobierno civil, Ruiz me dijo:
-Vamos a tener una reunión con el coronel Carrasco, gobernador militar.
-¿Se levantarán aquí?
-Lo más probable.
Yo me marché al sindicato después de haber dado esa vuelta por la ciudad. En la calle Larramendi reinaba atmósfera de combate. Entre la calle Urbieta y Sánchez Toca la gente discutía en plena calle. Y cuando bajé a los sótanos fui recibido por los jóvenes libertarios con muestras de simpatía. Yo llevaba jersey y bufanda.
Ellos estaban en mangas de camisa. Había reunión de militantes en la sala contigua al secretariado. Por teléfono nos comunicaron que los partidos vascos habían sido invitados a entrar en el bloque de las izquierdas. Ya no se trataba de discusiones religiosas, ni de debates políticos, sino de afrontar la realidad militar. Ignorarla seria la desaparición de todo el proceso político y social esbozado por la República, particularmente en el aspecto federalista. Acción Nacionalista Vasca aceptó sin ninguna reticencia y con gran voluntad de lucha.
En cambio, el Partido Nacionalista Vasco vacilaba, calculaba, sopesaba los acuerdos de Monzón, fecha abril de I936, con los complotadores suponían unos grillos muy pesados. Actitud poco sorprendente, pues su doctrina social y filosófica parecían alejarle de este lado de la barricada. Se preparaba a dar sus fuerzas al mejor postor. Dos hechos vinieron a influenciar su decisión. ¿El primero? El valor político y la lealtad de la mayor parte de sus diputados, dignos en honrar el mandato. ¿El segundo? El triunfo de las fuerzas populares en Madrid y en Barcelona. Conviene decir que la adhesión fue de principio, pues no se dio con todo el potencial a la lucha. Sin embargo, dada la importancia económica del País Vasco, esta adhesión representaba una batalla ganada a los rebeldes.
Los grandes acontecimientos históricos dan la medida de algunos individuos. Destacan el valor, la intuición y la inteligencia de unos y la mediocridad y la incompetencia de otros. Entre éstos el gobernador Artola. Su falta de presciencia sobre la gravedad de los hechos disminuyó y desagregó su autoridad, hasta el punto de que los diputados de Guipúzcoa, particularmente Tatxo Amilibia, socialista, tomaron el frente de resistencia contra el posible levantamiento en San Sebastián. En el gobierno civil se celebró la reunión capital en una atmósfera tensa entre el gobernador militar y las fuerzas populares. Ya el día anterior manifestó que la guarnición de San Sebastián seguiría leal a la República y que él respondía de la tropa. Casi todas las guarniciones de España se habían levantado contra el gobierno y era difícil admitir que San Sebastián fuera una excepción. Una vez mas insistió en su lealtad. Un interlocutor le cortó sin miramientos
-Entre ustedes hay cómplices de la rebelión. Eso es evidente. Yo no creo en que cumplan la palabra, ni en que honren juramentos.
Carrasco se defendió y defendió el honor de los militares. Quizá fuera sincero, pero dadas las circunstancias era difícil creerle.
Patricio, nuestro secretario, me comunicó por teléfono el resumen de la reunión. Había que tomar medidas para defenderse contra la rebelión. Por el momento defensivas. En esos mismos instantes, entre los militares, se sostenían conversaciones dramáticas. Los conjurados querían empujar a la rebelión a toda la guarnición. Había oficiales que se resistían. Los combates de Madrid y de Barcelona parecían darles la razón a los resistentes. Opinaban que el levantamiento no seria un paseo militar por las calles españolas. Esa noche la pasamos muchos militantes en los sótanos del sindicato. Dormíamos con un ojo abierto. Liquiniano había apostado a los jóvenes libertarios en el Bellas Artes, con objeto de no dejar pasar ni a Dios. La consigna era no dejarse engañar por nadie. Un incidente mostró que la C. N. T. y las Juventudes Libertarias estaban dispuestas a que no nos la metieran con vaselina. A media noche, un automóvil con todos los faros encendidos avanzaba por la calle Urbieta. Instantáneamente, Liquiniano tuvo un reflejo y dijo a sus compañeros:
-Voy a parar el coche. Si me tiro al suelo hacer fuego contra él.
Y se puso en medio de la calle expuesto a que una ráfaga le enviara al otro barrio. El camión se paró con espantoso chirrido de frenos para no atropellar al atrevido. Del camión saltó un teniente de guardias de asalto pistola en mano. Con una mala leche que denunciaba el estado de espíritu de la guardia de asalto le interpeló:

-¿Qué pasa, cojones?
-Aquí el pueblo. Queremos saber si los guardias de asalto están con la República.
El teniente se quedó un poco desconcertado. El pueblo se atrevía a plantarle cara. A media voz:
-Con la República.
-Entonces, pasen.
Y Liquiniano se retiró. El camión desapareció a todo gas. Los guardias habían comprendido que la ciudad no estaba dispuesta a dejarse comer la tostada.
Al día siguiente, los militares del cuartel de Artillería no aceptaron el decreto de disolución del gobierno Giral. Quedaron acuartelados. La mañana transcurrió con tensión suma. El Frente Popular ordenó que los donostiarras fueran a armarse a Eibar, el centro armero de la provincia. En coches, en tren y en camiones, cientos de militantes abandonaron la ciudad. El teléfono no paraba entre el gobierno militar, el cuartel de artillería y el núcleo dirigente de las derechas. Se apostrofaban mutuamente, sopesaban las probabilidades de triunfo y preparaban los planes. La misma policía estaba ya dividida en dos campos. Por esta razón no intervenía en la calle y dejaba hacer que el pueblo se fuera adueñando de la ciudad: En contacto con otros grupos y otras organizaciones nos preparábamos con los medios de a bordo, bien poca cosa, frente al armamento de los militares.
Afortunadamente, los «chorizos» de dinamita no faltaban y en la lucha callejera representaban algo. La situación ya iba a decantarse. El gobernador Artola Goicoechea se había trasladado a Eibar.
Desde aquí sostuvo la ultima conferencia con el capitán de asalto Cazorla, quien acaudillaba a los rebeldes de la fuerza pública. Conferencia vana en si, pero que evitó que cayesen prisioneros los miembros del Frente Popular. Yo siempre había dicho que Liquiniano en materia de hombre de acción tenia un sexto sentido. Y ese día tuvo una intervención genial que acabó con las situaciones ambiguas. Ya una tanqueta militar, salida del cuartel de Loyola, avanzaba por la cuesta de Eguía, sin duda para impresionar a las fuerzas de izquierda. Liquiniano que se había enterado que había en el gobierno civil nueva reunión con el coronel Carrasco, corrió a dar la alarma para que nadie cayera en el cepo que se estaba tejiendo.
En el patio del gobierno, estaban ya formados los de asalto, con las ametralladoras y las tercerolas. Subió corriendo al salón y allí se encontró con todos los reunidos. Dirigiéndose a Gallurralde, representante de la C. N. T. a la reunión:
-¿Qué haces tú aquí?
-La organización me ha dicho que venga aquí.
-Pues lárgate. Los militares ya están dispuestos a dar el golpe. Nos van a coger aquí vivitos y coleando.
Todos se levantaron, se armó una confusión de mil diablos. La voz de Liquiniano, casi histórica, gritó:
-Ya están las tanquetas por Eguía.
En efecto, el patio exterior estaba repleto de guardias de asalto y guardias civiles y, hacia las cinco de la tarde, policías, guardias civiles y de asalto, se fueron apoderando de los edificios importantes de la ciudad: el hotel Maria Cristina, el gran inmueble casi terminado de la Equitativa, que dominaba el Puente de Santa Catalina y extensa banda de terreno, el Gran Casino, el Club Náutico y el Gobierno Militar. El Paso ya lo habían dado. El peligro estaba ya en cualquier esquina. En la parte vieja los hombres de filiación socialista o comunista llenaban las calles, presos de los rumores más incontrolados. Lo mismo sucedía enfrente de nuestros sindicatos en la calle Larramendi. Se hablaba de veinte mil navarros que venían sobre San Sebastián, que los militares se habían apoderado de las montañas que separaban Guipúzcoa y Navarra, que el cuartel de Loyola exigía que se le entregara el mando de la provincia.
Valentín Álvarez, el místico como le llamábamos, secundado por otros obreros, había blindado un camión de las basuras. Cuando el armatoste apareció en la calle Larramendi y que varios hombres armados con escopetas saltaron del interior estalló una gran ovación. La gente se sentía delante de aquel monstruo más confiada. Creía en los sindicatos y de ellos esperaba el apoyo y la fuerza. De ahí que la muchedumbre aumentara sin cesar. De pronto, un disparo resonó en aquella algarabía callejera. La gente se alarmó ante la inminente amenaza, se excitó y fuera de sí exclamaba:
-¿De dónde ha salido?
-¡De allí!
Y apuntaban un gran edificio de la calle Prim que dominaba la perspectiva de la calle Larramendi.
-Los falangistas nos provocan-gritaban.
Un joven militante del sindicato de la piel, de rasgos enérgicos y carácter resuelto, subió a un carro frutero y arengó:
-Compañeros: Si los militares quieren la lucha, la tendrán. No nos quedemos inactivos, pues seríamos cogidos como conejos. ¡Vamos por armas!
Gritos histéricos llenaron las calles:
-¡Armas! ¡Queremos armas!
Desde el carro, el joven señalaba el centro de la ciudad. Así comenzó una carrera por las calles. Los grupos se dirigían a las armerías perseguidos por el espectro de la lucha. Entraron en tromba en los almacenes. Arramplaron con todo ante la mirada aterrorizada de propietarios y dependientes. Y los que se quedaban fuera rompían los escaparates y se apoderaban de las armas expuestas. En el tumulto, como extraño embrujo, se oía un grito único:
-¡Armas!
La fuerza pública no intervino. Tenía otras preocupaciones. Profundamente dividida, buena parte de ella ya no creía en el gobernador Artola y dejaba hacer al pueblo que ya comenzaba a ser el dueño de la calle. En esto, surgió un carro de guardias de asalto. La muchedumbre se puso a la defensiva, pero al comprobar que los guardias no tenían aspecto hostil gritó:
-¡Bravo! Los guardias con el pueblo.
El teniente que mandaba las fuerzas, inspirado sin duda por su fe republicana, subió al motor del coche y arengó:
-¡Ciudadanos de San Sebastián! La situación es muy grave. Debéis secundar al gobierno Republicano, atacado traidoramente por los militares. Preparaos al combate. Nosotros, y vosotros, juntos, tendremos la fuerza suficiente para reprimir la rebelión y asfixiarla sin piedad. No cometáis excesos que a nada bueno conducen. Sed dignos combatientes de un ideal que no quiere sino el bien del pueblo. Ciudadanos, ¡viva la República!
-¡Viva!
El coche de asalto abandonó la esquina de la calle de Fuenterrabia y se dirigió por la Avenida de la Libertad hacia el Puente de Santa Catalina. Yo fui espectador del asalto a la tienda de armas de la calle Fuenterrabia y de la arenga del teniente.
Y sentí cierta seguridad al ver que los guardias no se oponían a la actividad de los grupos de choque. Desde ese instante, comprendí que podíamos combatir a los militares con algún éxito. Y así comenzamos a fabricar nosotros mismos las municiones y a fabricar armas mas o menos potables.
Tiroteado por los rebeldes desde el hotel María Cristina, el gobierno civil fue abandonado por el Frente Popular para domiciliarse en la Diputación, plaza Guipúzcoa. Las primeras medidas fueron las de tomar todas las salidas de la ciudad y de cercar las fuerzas rebeldes. Nunca se dirá bastante de la actividad de Valentín Álvarez en la creación del armamento y de la munición. Después de blindar los camiones de basuras, de montar un taller en una villa de Ategorrieta, se fue a montar otro taller al pueblecito de Oria en la fabrica de hilados y tejidos de Brunet y Cia. Aquí se fabricaban granadas y se enseñaba a manejarlas. De Trintxerpe hicimos otra reserva de municionamiento y de preparativos de guerra.
Cuando los contingentes donostiarras llegaron a Eibar en busca de armas, se formó una columna para ir a Vitoria, única capital favorable al alzamiento. En Eibar se armó pues la columna, llamada de Mondragón, que iba a enfrentarse con el enemigo. Era en realidad el preludio de la guerra sicológica, de intoxicación, pues el enemigo no aparecía por ninguna parte a lo largo de kilómetros de marcha por carretera. La noche del 19 cayó sobre San Sebastián con la amenaza de una salida de los cuarteles de Loyola. Aun admitiendo la buena fe del coronel Carrasco, los alzados fueron más fuertes que él, pues una vez en el cuartel no sólo no logró convencerles sino que se le obligó a servir la causa del teniente coronel Vallespín, jefe del cuartel de artillería y jefe también del alzamiento. En el último minuto, a la hora de la verdad, Carrasco se inclinó más al espíritu de Cuerpo en buen profesional. La salida a Eibar de los donostiarras había menguado el número de combatientes, pero no la posibilidad de resistencia. Aquella noche nos organizamos ya, definitivamente, para el combate. Levantamos barricadas en las diferentes bocacalles que rodeaban los sindicatos de la C. N. T. Tomamos las terrazas y montamos las guardias arriba y abajo. Yo me quedé en la secretaría para aunar por medio del teléfono todo movimiento de nuestra gente. Así estaba en contacto con el Antiguo y con Ategorrieta que guardaban las entradas de la ciudad. Decidimos también apoderarnos del colegio-convento de enfrente del sindicato que daba a dos calles, así como las escuelas de Amara. De esta manera formábamos una barrera por esa parte difícil de pasar. En el sindicato dormían los relevos de las guardias que se efectuaban rigurosamente.
Liqui, Universo, Piaroa y Casilda, con un Rolls-Royce, tantearon a los rebeldes del María Cristina y de la Equitativa, pasando en ida y vuelta a toda velocidad por el puente de Santa Catalina. Las salvas les seguían, pero sin alcanzarles.
-Están bien despiertos-comentaron.
Por la Plaza del Buen Pastor llegaron a los alrededores de Larramendi. La noche estaba oscura. Un centinela escondido gritó:

-¡Alto!
-¡U. H. P.!
Era el santo y seña de esa noche.
-¡Adelante!
Ahora tienen ocasión de comprobar que los sindicatos forman un estupendo cuadrilátero de defensa. Desde la secretaría abierta de par en par les ví bajar la escalera a todo correr. Liqui me dijo:
-En todo esto se nos ha olvidado una cosa.
-¿Que?
-Destacar una patrulla por el llano de Amara, por si los militares vienen por ahí.
-Sí; hay que hacerlo.
-¿Dónde están Beluche, Pancorbo, Segura y los otros?
-Los dos primeros han ido a Eibar. Segura está en el Antiguo y los otros desparramados por Ategorrieta y por las azoteas.
-Me parece que hemos hecho mal en dejar marcharse a Eibar tanta gente. Nos va a hacer falta dentro de pocas horas. Nos hemos precipitado.
-¿Crees que es para esta madrugada?
-Lo presiento.
En ese instante Ruiz bajaba a los sótanos. Vino a verme. Algunos compañeros se acercaron por la curiosidad de conocer la situa-ción. El secretario general se dirigió a mí para comunicarme las ultimas disposiciones tomadas en el Frente Popular:
-Hemos nombrado un Estado Mayor para la defensa de la capital. ¿A quién ves que podemos nombrarle? ¿A Liqui?
-No. Este nos interesa más aquí. Otero puede representar un buen papel con los otros representantes.
-¿Dónde esta Otero? -le preguntó a Liqui.
-En la terraza. -
Traerlo. ¿Quién es el jefe de ese Estado Mayor?
-El diputado Tatxo Amilibia, aconsejado por el comandante Garmendia y este secundado por el comandante de intendencia Larrea. Lo componen todas las tendencias políticas y sindicales.
Luego gravemente -
A las juventudes Libertarias se les considera en el Estado Mayor con una fuerza segura para defender este perímetro, de modo que no se os ayudará. Preparaos bien durante las pocas horas que nos quedan de calma.
Y dirigiéndose a mí directamente:
-Yo confío en ti, en tu frialdad. Sigue al pie del teléfono y ponte en contacto con todos los nuestros. Que allí donde aparezca el enemigo se echen sobre él con toda la fuerza del ideal y del sobrevivir.
-Descuida. Aquí estamos en pie de guerra. Liqui ha enviado ya diferentes patrullas que van hasta la Misericordia y el nuevo hospital en construcción y la mas atrevida tiene órdenes de acercarse hasta el cuartel.
Nada más desaparecidos Otero y Ruiz, el teléfono sonó:
-¿Quién llama?
-Los navarros han entrado en Beasain.
-¡Mis cojones! –respondí. Y colgué el aparato.
Me esperaba una noche toledana. Desde el cuartel de Loyola los militares acosaban telefónicamente a todos los partidos y organizaciones con falsas noticias. Aplicaban ya la guerra sicológica con objeto de desmoralizarnos. Antes de dar el asalto nos emborrachaban con falsas noticias. Nadie había pensado en cortar el teléfono del cuartel.
Desde el Antiguo me llamó Segura para preguntarme si quería ayuda en el sindicato.
-No. Sigue ahí. Si nos atacan ya os llamaremos.
Poco después. otro telefonazo:
-Una columna de más de dos mil hombres ha pasado el puerto de Betelu y se dirige a Tolosa.
-¡Cállate, canalla! Ven aquí y te calentaremos las costillas. ¡Cabrón!
Y lo trágico del caso es que tenía que responder temiendo que fuera alguna orden del Estado Mayor o algún comunicado de nuestros amigos. A las tres de la mañana, me despertó el timbre. Estaba dormido acodado en la mesa. Somnoliento descolgué. Una voz asustada, imitando bien la preocupación:
-Los requetés dejan de lado Tolosa. Por Buena Vista se dirigen hacia la frontera. Es muy grave ese movimiento. (Yo le dejaba hablar). Estamos perdidos.
-¡Hijo de puta!
-No te pongas así. Te estoy llamando desde Villabona.
-Vete a la mierda.
Fue el último diálogo del más extraño vaudeville en espera de la lucha sin cuartel. Hubiera enviado al diablo el teléfono, pero el sentido de la responsabilidad me lo impedía.

4. EL ASALTO A LOS LOCALES DE LA C. N. T.

La guerra me parece la receta más sórdida y más hipócrita para igualar a los humanos.
Giraudoux

El día estaba a punto de amanecer. Yo observaba. el cielo desde el portal y contemplaba la lucha del crepúsculo matutino contra las sombras de la noche. No veía una sola nube. Desde el espacio intersideral provenía un mensaje de serenidad que contrastaba con nuestro espíritu abocado al combate. Sin duda, estábamos necesitados de seguir la fuerza de nuestros temperamentos indomados. Nuestro potencial emotivo estaba concentrado en descubrir al enemigo para tratar de destruirlo. En esto, a todo correr, surgió una patrulla por la esquina Urbieta gritando la alarma:
-¡Los militares!
En efecto, a lo lejos se oían ya los disparos. Entraban tirando para intimidarnos. En cada uno de nosotros la reacción fue la misma: buscar la perfección de las facultades agresivas. Ya no había términos medios. El enemigo estaba a mano y había que recibirlo adecuadamente. Un substrato de rencores animó todo el perímetro ante la prueba de la villanía preparada cuidadosamente durante años.
-¿Por dónde vienen?
-Por las marismas de Amara.
Ya las primeras descargas sonaban cerca. En cierto modo los militares creían en que su presencia bastaría para que los habitantes de San Sebastián se sometiesen a su autoridad. Y por eso llegaban vomitando fuego. Orgullosos, no pensaban en encontrar una resistencia organizada. Subieron por los pisos predicando la cruzada en nombre de Mola. Buscaban el apoyo de los paisanos. Ante la indiferencia de éstos, se dedicaron a coger prisioneros y a llevarlos al cuartel.
Al mismo tiempo, los rebeldes encerrados en los edificios de la ciudad hostigaban a nuestras fuerzas que los cercaban. El plan estaba claro. Los militares venían a liberarles o por lo menos a reforzarles en espera de los acontecimientos. San Sebastián no aceptó semejante dictado. Un griterío general desde las Escuelas de Amara y de las terrazas de los inmuebles llamaban al combate. En las barricadas se les espera que se acerquen. Los rebeldes avanzan en fila india por la calle Urbieta protegiéndose en las manzanas y por el Paseo de los Fueros a la sombra de los árboles. Se han acercado ya a la calle Moraza. Un fuego nutrido de carabinas, escopetas, pistolas y de algún mosquetón perdido les recibe. Los primeros exploradores retroceden precipitadamente llevándose algún herido.
Entonces, detenida la progresión, suben por los portales al inmueble cuya fachada da sobre las escuelas de Amara y la calle Larramendi. Desde los balcones comienzan a hostigar sin gran convicción. Las descargas las acompañan con gritos:
-¡Viva el fascio! ¡Viva España!
-¡Viva la revolución! -gritaban los defensores de la ciudad.
Liqui, con un pequeño grupo, se desliza furtivamente entre chimeneas y terrazas, a veces, sobre pizarra muy inclinada, hasta el mismo ángulo de la calle Moraza, en donde el enemigo está tomando disposiciones de ataque. Llevan bombas importantes de peso. El grupo se esparce lo máximo para abarcar el mayor espacio. A la señal de mando, las lanzan con gritos victoriosos:

-¡Viva la dinamita!
Las explosiones ensordecen el barrio y las deflagraciones hacen volar en añicos cristales de puertas y ventanas con estrépito. Los árboles se quedan decapitados de ramas y hojas, los cables del tranvía caen al suelo. La calle Urbieta se ennegrece de humo y el olor de la dinamita satura la atmósfera. En pocos segundos se ha meta-morfoseado la calle. A la luz del alba nubes negras enturbian la claridad de la madrugada. Dramatizan aún más la lucha.
Los rebeldes retroceden hasta los jardines de Amara, dejando algunos hombres por los inmuebles que dominan la barricada levantada en la bocacalle Larramendi-Urbieta. Cambiando de táctica vienen por la calle Prim, esto es, por detrás. Es inútil. En cuanto se acercan se les recibe con toda clase de salvas. Y se les tiene a raya. En el cuadrilátero reina atmósfera de victoria. Y a medida que el tiempo pasa y que no llegan a pasar la línea de resistencia los espíritus se enardecen. Los obreros van a vender cara la piel. Y se produce un curioso dialogo a grito pelado:
-¡Cobardes! Empleáis la dinamita-gritan los atacantes.
-¡Cabrones! Venid. Os vamos a servir cacahuetes.
Estos propósitos tienen carácter infantil. Se está jugando la vida con ingenuidad que a mí me parece fruto del desprecio a la vida. Los ataques se suceden. Hostigan por todas partes. El barrio de Amara vibra bajo el efecto de las explosiones y el fuego intenso. Perplejos por esta resistencia, los rebeldes se retiran de nuevo hasta los jardines de Amara. Ahora van a intervenir nuevos medios de combate. Instalan en estos jardines, frente a la calle Urbieta, dos morteros. El silbido de los obuses, seguido del estallido, da al combate más densidad. El cuadrilátero lo bombardean sin tregua. Una barricada vuela con los adoquines. Afortunadamente los defensores ya se habían retirado de ella. La que corta el camino directo a los sindicatos se mantiene sólidamente pese al bombardeo ininterrumpido. Se desalojan dos barricadas más. Los defensores se abrigan por los portales.
Esta preparación preludia nuevo ataque. Los rebeldes avanzan ahora con más precauciones. En fila india, rozando las paredes, saltando de puerta en puerta, se aproximan cada vez más. Se les deja que avancen hasta tenerlos bien cerca. Un pequeño cartucho de dinamita explota en medio de la calle Urbieta frente a la huevería de los Rivera. Es la señal de fuego a discreción. Las explosiones retumban sordamente dominando las detonaciones de las armas de fuego. En el humo el enemigo se vuelve invisible. Un olor acre sube de la calle. Reina un silencio dramático. Los rebeldes se han retirado comprendiendo la inutilidad del ataque directo. Los obreros se adaptan mejor a la lucha de calles que los atacantes.
Por una claraboya que da a una de las terrazas de la manzana de inmuebles en donde esta el sindicato de la C. N. T. aparece una cabeza de niño. Con precipitación y espanto grita:
-¡Que suben por la escalera!
Acude Roque en su ayuda. Le coge por el brazo, le levanta y le parapeta detrás de una chimenea. Con calma, se vuelve a la claraboya y se desliza al ático. Lleva dos granadas de mano. Por la escalera, a la altura del tercer piso suben tres soldados. Por lo menos llevan guerrera y pantalón de paisano. Lanza en su dirección y se tumba en el suelo. La caja de la escalera amplifica las explosiones. Polvo y humo suben hasta Roque y se escapan por la claraboya. Unos juramentos y unos ayes de dolor indican que hay algún herido. A Roque el silencio le parece más impresionante pensando en los habitantes de los pisos que no dicen esta boca es mía. El niño tiembla de miedo. Roque corre a consolarle mostrándole el Alto de San Bartolomé y las verdeantes colinas de Ametzagaña. Cogiéndole en brazos:
-¿Por qué te has ido de casa?
-Busco a mi papá. Mamá estaba llorando.
-¿En dónde vives? Voy a llevarte.
Señala la claraboya por donde sale aún algo de polvo en el preciso momento en que aparece la cabeza de una mujer joven. Alocada, gemía:
-¡Mi chico!
Al verla a punto de la crisis de nervios, Roque se le acercó con el niño en brazos:
-Se le voy a pasar.
-No; hay un soldado en casa. La cerradura de la puerta ha saltado y entró a refugiarse. Está herido en un brazo.
-¿Que piso?
-Tercero.
A un compañero que se acercaba a ellos le conmina:
-Ven conmigo. Vamos a buscar a ese rebelde.
Abandonando al niño en brazos de la madre, ambos corren escaleras abajo. El piso está vacío. El rebelde herido ha podido huir.
Las explosiones, el tiroteo, los obuses, resuenan por la ciudad. Los habitantes se percatan que la gran explicación está en marcha.
Y aquellos que cercan a los rebeldes en sus guaridas del hotel María Cristina, el Casino, la Equitativa, el Gobierno Militar, escuchan los estruendos que vienen de Amara, a veces como una esperanza, otras con inquietud. ¿Aguantarán los sindicatos de la C. N. T. el choque que procede del cuartel de Loyola? El teléfono no cesa de llamar. Unas veces Tatxo del Estado Mayor, otras del Antiguo o de Ategorrieta, todos siguen el proceso intervenido en Amara. Yo daba ánimos a todos, viendo cómo reaccionaban los defensores del perímetro. Pero el combate se iba alargando y los explosivos no eran inagotables, ni la munición.
Al verle aparecer a Liqui con cara inquieta, comprendí la realidad de la situación. Si los ataques persistían iba a ser difícil contenerlos por falta de medios. Liqui, de acuerdo con Universo y Roque, había decidido salir Para Trintxerpe con objeto de recoger toda arma, toda munición y todo explosivo. No importa que con tal que hiciese ruido.
-Hay que obrar rápidamente. Este silencio no augura nada bueno-le dije.
-Sí, no tardaran en atacar de nuevo. Si tuviéramos armas haríamos una salida y los rechazaríamos hacia Loyola.
-Eso es imposible.
-Me voy a toda velocidad.
Ante la persistencia del ataque contra los sindicatos de la C. N. T., el comandante Garmendia instaló su puesto de mando en Easo, 47, pretendiendo maniobrar con algunos guardias civiles y de asalto y ayudarnos en nuestra defensa. El teléfono llama de nuevo. A Liqui le hago señas de que espere mientras descuelgo. El Estado Mayor desea informarse sobre la realidad de nuestra situación, el espíritu de lucha y sobre los medios que emplea el enemigo durante sus ataques. A Tatxo le dije concretamente:
-Enviadnos municiones y hombres armados. En las terrazas y en las calles empezamos a carecer de medios. Ya ves que el enemigo insiste contra nosotros, contra este fuerte que hemos levantado en la ciudad. Si aquí nos jaman la tostada, vosotros ahí y en la parte vieja seríais aplastados más tarde.
La gravedad de mis palabras ejerce su efecto en Tatxo. El silencio que se instituye manifiesta que esta estudiando la manera de ayudarnos. Poco después oigo:
-Estáis ahí, Manu.
-Sí. Habla.
Sus palabras van ejerciendo en mí gran esperanza. La cara se me va volviendo risueña, pues Liqui insiste:
-¿Que te dicen?
-Que nos mandan veinte carabineros con su dotación, al mando de un teniente. Los carabineros se habían puesto a la disposición del gobierno Republicano después de saber que treinta carabineros en la frontera navarra habían sido ejecutados por los navarros.
-Claro. Los rebeldes necesitan la frontera de Dantxarinea. Que vengan pronto los carabineros. Salgo para Trintxerpe a recoger cuanto pueda.
-Voy a llamar también al Antiguo. Que nuestros compañeros vengan a ayudarnos.
Los morteros empiezan a escupir. Además, los tiros aislados, los pacos, hacen daños en nosotros. Son buenos tiradores los apostados en balcones y encrucijadas. Se había generalizado el tiroteo por toda la ciudad. Acosan a las fuerzas populares los enemigos desde una terraza o desde un balcón en diferentes sitios estratégicos. A lo largo de la calle Prim hasta el cruce con la calle San Martín la actividad se intensificaba. Los paisanos, cómplices de los militares que estaban a la puerta de San Sebastián, mostraban su actitud belicosa. Aislado y solitario en el sótano hervía yo ante el trajín callejero. Por eso, al verle bajar la escalera a Antxon Vivar, al hijo del jefe de los guardias municipales, entregado a nosotros desde hacía algún tiempo, me alegró sobremanera. Estaba defendiendo el colegio religioso que estaba frente al sindicato. Aprovechando la corta tregua venía a verme y a comentar la situación. Había recibido el bautismo del fuego y de la cintura le cuelga un Colt. Le expliqué las ultimas conversaciones con Liqui y Tatxo. Comentó gravemente:
-¿Vaya jaleo? Desde esta mañana estoy esperando que el genio militar haga su aparición. Los rebeldes poseen morteros, granadas, fusiles y son incapaces de entrar aquí. No me lo explico.
-Quizás quieran economizar hombres. ¿No temes que nos bombardeen ahora con la artillería del quince y medio que tienen en el cuartel?
-No lo creo. Algo no pita en la actitud de los rebeldes. He reconocido elementos civiles entre los militares. Creo que han decidido no emplear los soldados de quintas. No están seguros de ellos.
El teléfono una vez más. Descuelgo
-Sí. Hable.
Era el teniente de carabineros que me llamaba desde el bar de los Arcos, sito en la Plaza del Buen Pastor.
-No podemos pasar. Desde los balcones de la plaza nos tirotean y mi gente no quiere seguir adelante.
Yo me agitaba como un azogado en el asiento. Por fin exploté:
-Pero ¡hombre! No tienen más que seguir la calle Fuenterrabia y encontraran un paso libre para llegar hasta aquí.
Antxon cogió un auricular y se quedó estupefacto al oír de la boca del teniente:
-Mis hombres ya no quieren avanzar.
-¡Me cago en Dios! Sus hombres no tienen cojones. Espere usted en el bar. Voy a mandar a diez hombres a coger los fusiles de ustedes, más interesantes que ustedes. Aquí nos jugamos la piel todos.
-Es imposible. No podemos abandonar las armas.
-Es usted un cobarde y un canalla-le insulté fuera de mí.
-Pero...
-¡Mierda! Si no saben servirse de las armas por lo menos entréguenlas a quienes hierven por emplearlas.
El teniente calló unos instantes. ¿Iban a surtir efecto mis invectivas? ¡Qué idiota! A media voz me indicó:
-Volvemos a la Diputación. Llamen allí para el caso de los fusiles.
-Vete al carajo.
Colgué el aparato violentamente. Irritado le dije a Antxon:
-Es desconcertante. Los carabineros llegan a trescientos metros de nosotros y se vuelven porque les tiran desde los balcones de la Plaza del Buen Pastor. ¿Te das cuenta?
-Querían hacer la guerra sin enemigo.
Luego seriamente:
-Creo que han tenido un reflejo negativo. Me explico. No han querido frotarse con los anarcosindicalistas y el tiroteo les ha venido de perillas para retraerse...
-¿Crees eso?
-De todos modos tendremos que acomodarnos sin los carabineros. Voy a subir a la terraza, ya que Liqui se ha marchado. Con tal de que vuelva antes de que nos ataquen, si no...
-¿Dónde está la «Casi»?
-La he visto correr de un lado a otro animando a la lucha. Tiene temperamento esa mujer. Fuera los morteros prosiguen el pilones. Estallan los obuses a ritmo regular, como la gota del condenado cae sobre la cabeza. Me quede solo y preocupado. No bastaba ser combativo y tener entusiasmo descomunal. Los medios eran tan necesarios como lo otro. Nervioso, descolgué el aparato y llamé al Antiguo. Había que defender la calle Larramendi por encima de todo.
-Buscadme a Luis Segura-solicité.
Oí cómo una voz llamaba al compañero que tantas veces nos había deleitado con su charla y su sabiduría.
-¿Qué hay? -me interroga desde la otra punta de la ciudad.
-Aquí Manu. Esto se está poniendo malo, ¿me comprendes? Busca armas, hombres y bombas. Traer lo que podáis cuanto antes.
-¿Tan mal estáis por ahí?
-Sí. Por la falta de medios.
-Entonces me voy volando hasta Oria. Le sacaré a Valentín lo que pueda.
Luego llamé a los socialistas, comunistas y al Estado Mayor. Yo quería recuperar los fusiles de los carabineros. Todos debían meterse en la cabeza que la suerte de San Sebastián se estaba jugando en nuestro perímetro.

5. VICTORIA POPULAR

Quien desee que España entre en un período de consolidación deberá contar con los demás, aunar fuerzas y, como Renán decía, «excluir toda exclusión».
Ortega y Gasset

A nueve kilómetros de San Sebastián, hacia el sur, Oria, pueblecito industrial. Sito a la entrada del paso entre los montes Buruntza y Gárate, a orillas del río que lleva su nombre, no tiene nada de un pueblo vasco, excepto el frontón. Lo componen cinco grandes edificios que alojan a trescientos cincuenta obreros con sus familias. Tiene enfrente el delicioso valle de Zubieta. Colinas áridas y un tanto inhóspitas a la izquierda. Alegres, verdeantes y esmaltadas de caseríos típicamente vascos a la derecha. El río cruza el valle cortándolo en dos y refrescándolo con sus aguas torrenciales. La carretera general Irún-Madrid lo bordea durante kilómetros y kilómetros.
El coche de Segura corre rápido por ella. Atraviesa Añorga, dormido y enterrado bajo la capa de cemento. Deja atrás Rekalde, insignificante aldea situada en una bifurcación peligrosa. Un poco más lejos, a la derecha, aparece la carretera que lleva a Bilbao. Oblicua a la izquierda y sigue la carretera de Madrid. Desde lo alto de la cuesta de Teresategui, Segura distingue el valle de Zubieta y a sus pies el burgo de Lasarte, conocido por los gastrónomos y bebedores de sidra gracias a las sidrerías que lo rodean, por los aficionados a los caballos que acuden al hermoso hipódromo de pistas enarenadas y céspedes de verde risueño sembrados de macizos floridos, por los automovilistas en busca de emociones fuertes en su célebre circuito tan accidentado. La aldea de Zubieta se le aparecía tranquila.
No pudo por menos que recordarla como abrigo del ayuntamiento de San Sebastián durante los días funestos del gran incendio que los ingleses no tuvieron el menor escrúpulo en alumbrarlo y así quemar la ciudad casi enteramente. El paso de San Sebastián de manos francesas a las aliadas había costado muy caro a los habitantes. Los ingleses trataron a la ciudad como si fuera enemiga. Desde Zubieta, desde ese rincón anónimo, a orillas del Oria, surgió la protesta digna, entregada al duque de Wellington por la execrable conducta de sus tropas. En Lasarte, Segura tuvo que declinar su identidad en el puesto de vigilancia de la carretera.
Luego se lanzó a toda velocidad por la larga línea recta que la separaba de Oria. Ante él, pinares inmensos cubrían colinas elevadas con su verde sombrío tan característico. Los montes y los pinares pertenecían a la sociedad Brunet y Cia., propietarios del pueblo y de la fabrica de hilados y tejidos que le daba vida. Esta sociedad aplicaba una política de repoblación forestal inteligente. ¡Ah, si en toda España se hiciera lo mismo! La plaga de la sequía pertenecería al pasado. Los hilados representaban la única fuente de riqueza del pueblo, como el cemento en Añorga. Oria, unido a Urnieta, no tenía ayuntamiento, ni autoridad, ni policía, salvo un alguacil que trabajaba como zapatero remendón y se ocupaba de la huerta y de los cerdos. Tampoco tenia iglesia-detalle casi increíble en el mismo riñón del pueblo vasco-.
Tuvo una capilla, hoy desafectada. Servia de frontón a los alumnos de la escuela que dentro de la misma se construyó. ¡Pueblo feliz que se permitía desdeñar los beneficios de la civilización policíaca!
Ya en el pueblo, los habitantes le espían desde las ventanas. La fábrica está en huelga desde el primer día del levantamiento. Sólo el taller mecánico. trabaja día y noche. Se le ha transformado, sin grandes dificultades, en fundición de granadas. El coche, seguido de la curiosidad general, penetra en el vasto recinto. Los dos banderines rojos y negros, flotando al viento a cada lado del motor, choca los espíritus. Distingue a Valentín en medio de los hornos encendidos, con el torso desnudo, empapado de sudor, el pelo pegado a la frente, cansado, casi extenuado. No ha dormido desde que emprendió la tarea del armamento tan capital en esas circunstancias. Al verle a Segura, le grita:
-Quieres granadas, ¿no?
-Sí.
-Todos las quieren. No se puede hacer más. Estamos extenuados.
-Nuestro sindicato ha sido atacado a las cuatro y media de la mañana. Manu me ha llamado urgentemente pidiendo ayuda. Ya no tienen municiones ni bombas para defenderse. Hay que llevar les algo.
Valentín, haciendo un gesto de desánimo, le anuncia tristemente
-Larrañaga, en nombre del Frente Popular, acaba de llevarse cuanto hemos fabricado durante la noche.
-Pero a las otras fuerzas no les atacan directamente como a nosotros.
-Me ha hablado de atacar al hotel María Cristina y de reforzar la defensa de la parte vieja.
Segura, en su decepción, le gritó enfadado
-Haberle dado la mitad, ¡hombre!
Desconcertado y apenado, Valentín reflexiona. Claro, todos necesitan armamento y munición, pero es su propio sindicato que es atacado y que se encuentra en dificultad. Decide, con afán de sacrificio, seguir el destino de los defensores del sindicato.
-Me voy contigo.
-Y todo esto.
-Ya no tienen necesidad de mí. Estos compañeros se han adaptado inmediatamente a la fabricación de granadas.
El coche devora el trayecto a la inversa. La impaciencia de sus ocupantes ha lanzado el vehículo a velocidad de pista por la, carretera desierta. Al llegar al barrio del Antiguo se enteran de que todos los guardias civiles no se han sublevado. Algunos se han quedado en el cuartel y se han sometido a la autoridad civil para luchar contra los rebeldes. En esto llega Larrañaga. Saltando del coche se dirige a Valentín:
-Te iba a buscar a Oria.
-Pues... Pero antes, ¿dónde tienes las granadas?
-Ya están camino de la parte vieja.
-Debías haber enviado la mitad a la calle Larramendi. Allí la situación se agrava.
-Ya lo sé. Pero hay un medio de enviarles otras. Los guardias civiles leales me han dicho que hay en el cuartel granadas defensivas.
-¿Qué tiempo dan?
-No sabemos. Iba a buscarte para que hagas el ensayo. Parece que explotan rápidamente.
-Vamos. Segura, Valentín y Larrañaga saltan al coche. Atraviesan la calle Matía y, abriendo los gases, atacan la empinada cuesta que lleva al cuartel de la guardia civil. Entran en él en tromba. En el portal, sentada, una joven madre está dando de mamar a un recién nacido.
-¿Dónde está el depósito?
-En el fondo del pasillo.
Se precipitan. Valentín, al ver las cajas de granadas, no puede por menos que gritar:
-¡Salvados! Se llevan dos granadas para ensayar. Al abrigo de una pared, en un solar, verifican el tiempo de explosión después del, lanzamiento:
-Tres segundos. Verdaderas granadas defensivas-grita Valentín frotándose las manos.
Cargan en el coche varias cajas. Ahora se trata de transportarlas hasta la calle Larramendi. En lo bajo de la cuesta se apea Larrañaga en busca de su coche. Segura y Valentín se fían en su buena estrella para atravesar el Paseo de la Concha, batido totalmente por el enemigo desde el Casino, el Club Náutico y alguna villa de Miramar. El corazón les da un vuelco de alegría. Cerca de la iglesia del barrio, a punto de entrar en el túnel, ven acercarse a uno de los camiones blindados precisamente por Valentín, quien salta al centro de la calle para detenerlo.
Los del camión obtemperan. El conductor, orgulloso como si condujera un arma de guerra invencible, no cabe en el volante de puro hinchado y dispuesto a las mayores hazañas. Desde por la mañana ha hostigado los reductos rebeldes ocupados la víspera por los sublevados.
-Escupen, ¿eh?-le dice Valentín cuando baja del blindado.
-¡Cojones! Tiran por todas partes. Gracias, a las chapas... -
Pues bien, escucha. Hay que llevar estas cajas de granadas a la calle Larramendi. Es muy urgente. El enemigo puede atacarles de nuevo y están «in albis».
-¡No faltaba más! Venga muchachos-grita a los del interior-.Va a ver hule...
-¿Cuántos hombres hay dentro?
-Ocho.
-Espera un poco. Vete a buscar seis hombres más. Y luego cargaremos las cajas. Ahora voy a telefonear.
Segura me telefoneó desde la farmacia. Cuando me comunicó lo que tenían proyectado le aconsejé:
-Dile al conductor que no entre por la calle Urbieta. Los morteros los tienen emplazados justo en la otra punta de esa calle. El camión les serviría de blanco. Dile que dé la vuelta por detrás de la iglesia del Buen Pastor.
Segura y Valentín entran en el blindado dejando el coche a un compañero. Quieren, a toda costa, participar en la defensa de los sindicatos. En el túnel del Antiguo, la bóveda amplifica los gemidos del blindado y los irradia en varios ecos que parecen salir de las odres de gaitas descompasadas. Vehículo insólito y bárbaro aboca al Paseo de la Concha. Ipso facto, el enemigo empieza a tirar. El elemental blindaje resiste a la penetración de las balas y él vehículo sigue adelante. El conductor enardecido por esa inmunidad, exclama:
-¡Tirad! Tirad contra mi capullo.
El blindado toma la calle San Martín, totalmente desierta. Luego dobla en la calle Urbieta desdeñando mis recomendaciones. Es una maniobra suicida. Y cuando Segura comprueba el cambio de dirección ya es demasiado tarde. Sus gritos ya no producen efecto alguno
-¡Bárbaro! Nos vas a matar.
-¡Qué! ¿Tienes miedo?
La respuesta del conductor le dejó mudo.
El camión se va acercando a las escuelas de Amara. Los silbidos y las explosiones de los obuses de los morteros van bordando esta carrera loca frente al enemigo. El chofer exulta:
-Ya veis. Ya llegamos. Ahora media vuelta a la izquierda y ya está.
De pronto el camión es sacudido violentamente y algunas planchas se quedan medio desprendidas. Acaba de recibir un morterazo en la parte alta. El chofer frena y los ocupantes ruedan unos contra otros. En ese instante nuevo morterazo ha estallado en pleno motor. Casi instantáneamente empieza a arder. Alocados, los pasajeros se deslizan del vehículo y arrastrándose por tierra, bajo el fuego nutrido de los rebeldes, unos van a refugiarse en las escuelas, otros en el colegio-convento. Entre éstos, Segura y Valentín. Del colegio pasan a verme. Sabedor de la desventura, tomó las disposiciones para recuperar las granadas del blindado antes de que el fuego no llegara a alcanzarlas. En ese instante, llegaba Liqui de Trintxerpe con frágil cosecha: unas botellas incendiarias y algunos cartuchos de dinamita con la mecha preparada. El plan de recuperación era simple. Se abriría una cortina de humo con unos petardos, mientras algunos hombres se encargarían de recoger las granadas. Entre ellos Segura. Valentín y Liqui querían ser de la partida, pero yo me opuse resueltamente. No podíamos derrochar los hombres de iniciativa y de creación. Dicho y hecho. Simples cartuchos de pólvora estallan en la bifurcación Urbieta-Larramendi. Humo denso quita visibilidad a los rebeldes quienes, creyendo en un golpe o una salida de los defensores, responden con fuego seguido. Las balas van desconchando las fachadas. Protegidos por la cortina de humo, ocho hombres han podido trasladar las cajas. La mitad entre el colegio y las escuelas y la otra mitad se ha distribuido por los tejados. Yo me sentía aliviado. Ya podían venir los rebeldes a atacarnos.
Durante unos instantes, Liqui me contó cómo atravesaron el puente de Santa Catalina bajo el fuego de los rebeldes.
-Están bien instalados en la Equitativa y en el María Cristina. Piaroa, que es conductor suicida, apretó el acelerador del potente Rolls-Royce a la entrada del puente. No veíamos más que la luminosidad de la playa en el fondo. Las balas silbaban por todas partes, pero Piaroa con el pecho tocando el volante y la boca con rictus rabioso sólo atendía al coche. Tuvimos suerte. Cuando nos vimos protegidos por los primeros inmuebles de la Avenida, nos dimos cuenta de que había intenso tiroteo entre los rebeldes y nuestras fuerzas estacionadas del otro lado del Paseo de los Fueros y en las esquinas de las calles que dan a ese perímetro. Nos paramos en la calle Vergara. Vi caer a dos romanones cerca del café Kutz, dos viejos guardias que siguieron fieles al gobierno.
En esto, los morteros redoblaron de furia. Las explosiones sacudían balcones y ventanas. Abrían brechas en las fachadas. El encarnizamiento de los rebeldes no decaía. Liqui subió corriendo a la terraza y a mí me vinieron a comunicar que habíamos tenido varios muertos, entre ellos Gallurralde, el albañil, y Asarta, hermano del conocido comunista, que vino a ayudarnos en el combate. -Y los que van a caer aún-pensé.
Los morteros se callaron y la tensión de los combatientes se agudizó. El ataque iba a ser inminente. Liqui y Casilda les animaron con fuertes gritos:
-¡Animo, muchachos! Tirad hasta el ultimo cartucho.
Ya los rebeldes, unos saltando de árbol en árbol, otros pegados a las paredes ejecutan pasos de danza trágicos. Por los tejados se oyen los gritos de:
-iFuego!
La calle de Urbieta resplandece de reflejos chispeantes. Vuelan adoquines, árboles y cristales. Algún balcón se desprende. Sin embargo, el enemigo avanza: Entonces un grupo con una granada en cada mano bajan a la calle. Y se apostaron en los portales. La calle Larramendi esta sembrada de adoquines. Los morteros han desagregado las últimas barricadas. El enemigo ya esta cerca de la bocacalle Urbieta-Larramendi. De las escuelas de Amara les acogen debidamente. Los rebeldes se excitan gritando:
-¡Viva el fascio! ¡Arriba España!
Un grupito de militares avanza disparando sin cesar los naranjeros. Dos rebeldes llegan incluso a doblar la calle Urbieta y adentrarse en Larramendi. Tiran en abanico.
Los que han bajado del tejado lanzan las granadas sin exponer el cuerpo. La pirotecnia ha surtido efecto. Los militares retroceden bajo el fuego de los de las escuelas. El tiroteo cesa y ya sólo se oye un paco que otro. Se ha rechazado el ataque a costa de los últimos cartuchos. Ya estábamos de nuevo desprovistos de todo. Liqui, con el Rolls-Royce, salió de nuevo para Trintxerpe, en donde a falta de dinamita, las mujeres llevaban al sindicato de pescadores «Avance Marino» botellas para llenarlas de gasolina y fabricar bombas incendiarias rudimentarias. En poco tiempo se juntaron varios cientos de cascos. Hacían más ruido que mal, pero el efecto psicológico era indudable. Durante el asedio que llevábamos de más de cinco horas, yo me había insensibilizado. La muerte y la sangre esparcidas arriba y abajo eran incentivos para vencer. La voluntad de poder se desarrollaba en mí a medida que el tiempo transcurría y que los obstáculos estaban de pie frente a nosotros. La punzante realidad no admitía más que la razón del más fuerte. Por eso temía nuestra inferioridad por falta de medios. Estaba comprobando que una ametralladora bien provista de balas simbolizaba la razón. Esta, en sí, no era sino derecho estéril. El timbre del teléfono me sacó del pesimismo:
-Diga.
-Aquí el Estado Mayor. ¿Tiene buena moral la gente? ¿Están en condiciones de resistir a nuevos ataques?
¿Qué sucedió en mi espíritu? ¿Telepatía, premonición o clarividencia? Presentí en el tono de las preguntas que eran los militares los que llamaban. Oculté mis sospechas y con la mayor naturalidad le exigí:
-Que se ponga Otero, nuestro representante.
-¿Quién es?
Mi interlocutor se calló, cortado por una exclamación cuyo tono denotaba el error cometido con la pregunta. Entonces, yo, con voz firme y segura, exageré la fuerza defensiva del perímetro:
-Tenemos cien hombres por las terrazas, bien armados con las granadas de la guardia civil.
-Muy bien; resistid-me dijo imperceptiblemente la voz desconocida.

Poco después de esta conversación, un coche de turismo surgió por la Plaza del Centenario. Se adentró por la calle Urbieta a toda velocidad. A la altura de los restos de la primera barricada que impedía la entrada a la calle Larramendi tiró varias ráfagas de ametralladora en carrera vertiginosa. Nadie le respondió.
-Nos están tanteando-pensaron los defensores, impotentes y coléricos.
Roque bajó corriendo a exponerme sus inquietudes. Su fuerte humanidad y su decisión le daban gran personalidad, pero en ese instante su voz carecía de firmeza.
-Creo que en este mismo instante-se está jugando nuestra suerte. Ahora podrán entrar aquí paseándose.
Yo me callé. ¿Qué podía decir? Las palabras no tenían ninguna virtud en ese instante dramático. La realidad me impedía todo esbozo retórico y sentimental. Poco después, desde la secretaria, oímos nuevas ráfagas del coche que en dirección contraria ametrallaba.
-¡Vamos a caer en el cepo!-exclamó Roque levantando los puños de rabia-. Voy a plantarme en la misma esquina Larramendi y si el coche vuelve le lanzaré la ultima granada que nos queda.
Los defensores que se habían comportado tan bien durante toda la mañana, temiendo nuevo ataque de los rebeldes y encontrarse en la imposibilidad de rechazarlos, iban perdiendo la moral. Ya no eran los mismos. Tenían miedo de caer en manos del enemigo. Así se justificaban del abandono de los puestos de combate:
-No quiero que me cojan cagando-decía uno.
-No podemos esperarles con los brazos cruzados-decía otro.
Y con la cabeza gacha, un poco sálvese quien pueda, se marchaban hacia el centro de la ciudad. Nosotros seguíamos impotentes el desfile de la gente. ¿Cómo detenerles a infundirles una moral férrea? A quienes vinieron a explicarse a la secretaria, les aconsejaba:
-Id a la parte vieja. Allí hay todavía posibilidades de defensa.
Y dirigiéndome a Roque:
-Estate al tanto del teléfono. Voy a subir a la terraza para echar una mirada sobre el teatro de operaciones.
Arriba todo estaba desierto. Sentí una sensación de angustia que me anudaba la garganta. No la del vencido, sino la del impotente. Durante toda la mañana resonaron allí los gritos de entusiasmo defendiendo la libertad dando mayor dimensión al silencio. Sería el preludio del fanatismo y de la esclavitud.
El ambiente, saturado de elocuencia sintomática, resquebrajaba mis esperanzas. Parecía que me profetizaba el fin de todo: de la vida, del hombre y del universo.
La voz cascada de una vieja me hizo estremecer:
-¡Se han marchado los pobres, hijo mío!
Me volví. En estrecha claraboya, un rostro arrugado y fatigado de vivir observaba mis movimientos. Bajó aun más la cabeza y contesté a media voz:
-Si, se han marchado.
-¡Dios lo ha querido así!
Iba a soltar un juramento, pero la llegada de «El chatillo» lo ahogó en la boca. Era un muchacho de quince anos escasos, simpático, que se había ilustrado en la lucha por el lado de las escuelas. La desilusión le daba una cara de entierro.
-¿Qué te pasa, peque?
-Ya no queda nadie en las escuelas. Todos se han marchado. Vengo a prevenirte. Abajo me han dicho que estabas aquí.
-Bien, peque, bien.
Ante aquel crío que todavía creía en nosotros me negaba a aceptar la derrota. Una esperanza insensata me embargó: la de que mi mentira telefónica daría que pensar a los rebeldes y que no se vería el sindicato hollado por la codicia de los militares.
-Ven conmigo-le dije.
Ya abajo decidimos salir por el patio trasero, pasar a otros sótanos de los inmuebles vecinos y buscar refugio en una bodega conocida por Roque. Y cuando la muerte en el alma ibamos a salvar la primera reja de separación de los patios, oímos intenso tiroteo. Dimos media vuelta instintivamente. Sin saber por qué creímos que venían a sacarnos del atolladero. El eco de las detonaciones nos daba fuerzas para subir corriendo las escaleras de la terraza. Los tiros venían del llano de Amara, por la parte del Gas. Me asomó a la cornisa. La calle era una desolación. La voz segura de Roque, la que yo le conocía, resonó alegremente en mis oídos:
-Es un verdadero combate y por las colinas.
Ambos queríamos adivinar lo que pasaba. El fuego nutrido se proseguía sin cesar. Hubiéramos querido tener alas para volar al lugar del combate a inclinar la balanza por el lado del pueblo. Escrutábamos el horizonte de Amara viviendo ansiosamente minutos densos y sofocantes.
-A los militares los han atacado por detrás. No veo otra explicación, pero ¿quienes?-le decía más esperanzado que nunca.
-¡Qué importa! Ha sido providencial para nosotros. ¿Qué hacemos? Vámonos para allá.
En esto el tiroteo cesó. Nos quedamos indecisos, aunque palpitaba la esperanza en nuestros corazones, como sentimiento oscuro que nos hacia presagiar victoria próxima. Y nuestros deseos se vieron cumplidos. Un rumor lejano, aunque confuso, se iba transformando en zumbido alegre cada vez más cercano. Eran notas de música revolucionaria, acompañadas de gritos y vivas.
-¿Viva la revolución?
Ese grito invocador dado por una voz estentórea nos llegó claramente. Nos abrazamos riéndonos. El minuto decisivo acababa de desaparecer en la marcha del tiempo. El porvenir, provisionalmente, se revelaba justiciero. Enloquecidos, bajamos la escalera a todo correr para acoger a nuestros salvadores. El mismo reflejo obró sobre los habitantes del barrio. Y cuando aparecimos por la calle los balcones estaban cogidos por inquilinos alegres y por las calles la euforia colectiva se expresaba casi histéricamente. Las mujeres aplaudían con gesto instintivo y gritaban de balcón a balcón:
-Hemos ganado.
Por las distintas bocacalles procedentes de la estación de Amara van Ilegando grupos de obreros cada vez más numerosos. Claman la victoria a los cuatro vientos. Al verles armados comprendí la fuerza que íbamos a representar frente a los rebeldes. Desde la pistola, la carabina y los naranjeros, cuyo cañón apuntaba el cielo sobrepasando los hombros del propietario, simbolizaban la nueva fuerza que entraba en liza en el banquete nacional. Al frente de otro grupo descubrí a Pancorbo, Beluche, arrastrando los dos morteros abandonados por los rebeldes en el llano de Amara y que tanto daño habían causado tirando contra los sindicatos de la C. N. T. Los primeros versos del himno proletario
En pie los parias del mundo
En pie los esclavos sin pan
cantados en esas circunstancias hacían estremecer las fibras de la multitud. El delirio se iba apoderando. Se abandonaban las casas para juntarse al regocijo general. ¡Vaya contagio colectivo! Un centro magnético-el del triunfo y el de la fuerza-atraía irresistiblemente. Era lo propio de la sicología colectiva. Yo también estaba muy emocionado. Jamás el himno proletario despertó en mi esa sensación de plenitud y posibilidades. Sacudido por la fuerza de los hechos, por el porvenir favorable, vibré, como si de mis entresijos atávicos hubiera surgido un soplo de religiosidad. Y para mayor goce, por el extremo de la calle Larramendi, viniendo de la Plaza Easo, bajo el gigantesco muro que sostiene al Alto de San Bartolomé, distinguí a diferentes jóvenes de las juventudes Libertarias que a buen paso venían al sindicato. Y al llegar a la calle Urbieta se pararon. El hermano de Valentín, haciendo de jefe de orquesta, atacó las primeras notas de «Hijos del pueblo»:
Hijo del pueblo te oprimen cadenas
esa injusticia no puede seguir
si tu existencia es un mundo de penas
antes que esclavo prefiere morir.

¡Coro impresionante! La muchedumbre está electrizada. Luego reacciona lentamente y se pone a acompañar con fervor que parece profundo y eterno. Canta ingenuamente el fin de las penas y la victoria del proletariado. Las horas fatídicas parecen desaparecidas para siempre dejando el puesto a la alegría y a la evolución feliz de los acontecimientos. Yo canté como el primero. No podía escapar a esa resonancia que hacia vibrar las células, la sangre y los músculos.
El sindicato fue asaltado por una marea humana pidiendo armas. Este primer combate favorable al pueblo había animado a los vacilantes. Quienes ni de lejos, ni de cerca, pensaron en formar parte de las filas de la C. N. T., se preparaban para la lucha, excitados por el ejemplo de determinación de un puñado de hombres.
El valor atraía, era indudable. El inconsciente colectivo entraba en juego, bajo el constreñimiento de oscuras sensaciones brotadas de la intimidad de las células. Éramos permeables a cuanto es violencia y espíritu gregario.
Pasado este instante de borrachera, al bajar a los sótanos del sindicato, nos dimos cuenta de que allí era imposible organizar nada. Casi no se podía andar, no se podía discutir. Todo había sido cogido por asalto. Entonces, entre unos, pocos, decidimos instalar a la organización en el colegio-convento de enfrente. Allí podríamos separarnos del numero creciente de obreros que venían a ponerse a nuestra disposición. Pusimos a una chica en el teléfono del sindicato para que anunciase a toda llamada que estábamos al lado. El colegio tenia un gran patio interior y diferentes aulas en la parte baja. Ancha escalera subía al primer piso. Una barandilla de madera rodeaba al corredor por toda la vuelta y al cual daban otras aulas bien ventiladas y claras. Yo me instalé en una pieza estrecha, cuyas paredes estaban llenas de mapas y en donde estaba instalado el teléfono. Allí tuvimos la primera reunión algunos militantes para hacer el balance de la situación. Yo comenté:
-Esta salida inútil de elementos del cuartel de Loyola hará reflexionar a los rebeldes sobre el espíritu del pueblo de San Sebastián. Había imitado las duras batallas libradas contra las fuerzas de Sancho el Fuerte de Navarra y contra la expansión de los Reyes Católicos.
Anselmo me cortó. Yo le estimaba mucho por su espontaneidad e inteligencia
-Déjate de eso, Manu. Ahora veamos la manera de dislocar los focos de rebeldía que existen aquí dentro. Pongámonos en contacto con el Estado Mayor y veamos cómo podemos destruirlos.
Era de cajón y el acuerdo fue unánime. Había que volcarse contra el hotel Maria Cristina y el Casino, los dos focos más duros. Con mas armas que veinticuatro horas antes nos fiamos sintiendo titanes. Al ponernos de pie me asome a la ventana. La calle era una riada de gente dinámica, agitada y ruidosa. No pude por menos de contrastar ese ambiente con el silencio y la tristeza de las terrazas, abandonadas poco antes. Este pensamiento fugitivo, felizmente, no llegó a hurgar hondamente. Lo que contaba en resumen era el resultado. Al diablo la amargura de aquellos instantes. Mis pensamientos cambiaron de perspectivas. Me di cuenta de que hacia un día espléndido y que el sol cantaba un gran himno a la vida. Dejando la ventana de par en par pregunté, como quien se ha escapado a una pesadilla:
-¿Qué hora es?
-Las once y cuarto.
La lucha había durado desde las cuatro y media de Ia madrugada. Nos habían atacado paisanos, guardias de asalto y municipales. ¿Cuantos? En aquellas bajadas y subidas por las casas, en aquel reptar por las calles, era difícil calcular. Los menos numerosos, sin duda, los militares en ese ataque mañanero.

6. LA LLEGADA DEL TREN DE EIBAR
Al negarse los patricios a ciertas reformas reclamadas por la plebe, ésta emigró en masa al Monte Sagrado para crear una segunda Roma, la Roma de los pobres de corazón rico y justas ambiciones.
Maurice Muret

Cuando todos se retiraban para ocupar los puestos correspondientes, le dije a Beluche, medio poeta y zapatero remendón que me contara sus aventuras desde que salieron de San Sebastián para armarse en Eibar. Con su lengua medio tartaja se explayó:
-Cuando llegamos a Eibar reinaba gran agitación, producida por la llegada de gente a ser armada. La cosa no era tan fácil como nos parecía. Los socialistas eran los amos del cotarro. Nosotros nos presentamos en nombre de la C. N. T. Éramos un grupo importante. Nos respondieron con buenas palabras y que esperásemos.
Hacia mediodía comenzaron a correr los rumores de que era indispensable ayudar a las izquierdas de Vitoria, camino de ser vencidas. Decidimos formar parte de la expedición. El Frente Popular de Eibar decidió armar lo que se llamó la columna de Mondragón con la finalidad de enfrentarse con los alaveses. Nos presentamos voluntarios a formar parte de esa columna y nos armaron con armas de diferentes calibres y poca munición. Salimos de noche en dirección de Beasain con la pretensión de adentrarnos hacia Álava o, de entrar en contacto con los imaginarios alaveses que nos atacasen. Se había organizado esta caravana a toda prisa, fiándose de informaciones de evadidos de Vitoria, por lo tanto carente de un plan y de una estrategia, pues el enemigo no daba señales de vida a lo largo del trayecto.
Al amanecer corríamos por un cuadro digno de una composición bucólica en el que los valles, las colinas pobladas de esencias variadas, los picos elevados, los caseríos desafiando a la naturaleza, daban vigor y carácter. Estábamos, pues, metidos en una aventura quo, a medida quo tragábamos kilómetros se iba volviendo chusca, digna de un filme paródico. ¿Dónde estaba el enemigo? Nadie lo sabia. ¿A dónde íbamos? Vagamente a Vitoria. Solo los mejor informados señalaban las altas y lejanas crestas. Caminábamos como fantasmas por lo desconocido.
Pasado Mondragón nos comunicaron que los militares se habían levantado en San Sebastián y que mejor seria quo diéramos media vuelta y regresáramos a Eibar. No nos hicimos rogar. El hecho de que en la capital se estaban batiendo el cobre mientras nosotros corríamos tras. algo invisible nos daba alas. En Eibar, mientras tanto, hacían bien las cosas. Preparaban un tren para nosotros los donostiarras.
Y, en efecto, hacia las nueve y media salimos de la ciudad industrial. En el convoy reinaba una inquietud mitigada y un entusiasmo relativo. El coco militar nos hacia pensar en que, ellos y nosotros, habíamos cruzado el Rubicón.
-¿Y los nacionalistas?
-Brillando por su ausencia. Muy buenas palabras pero no quieren dar el callo. Mucho te quiero perrito, más pan poquito.
No obstante, su posición política nos favorece.
-En el tren estábamos ciertos de una cosa. Íbamos a afrontar a hombres y no a fantasmas. En todos los pueblos que atravesábamos se nos ofrecía el mismo panorama. Grupos reunidos discutiendo el panorama nacional. Nadie se interesaba al paisaje, tan atractivo por lo accidentado y pintoresco. Ni los puertos de pesca, tan típicos, conseguían acaparar nuestras miradas. En Lasarte el jefe de tren nos consultó sobre la conveniencia de detenernos aquí y seguir el camino a pie. Seria una medida prudente-decía-si los militares se han apoderado de San Sebastián. Hubo un grito unánime.
-Hay que llegar cuanto antes.
-La locomotora silbó alegremente y emprendió de nuevo la marcha. Pasado Añorga, el tren avanzaba lentamente, casi al paso, vigilando el terreno. En cada curva centenas de ojos escrutaban los bosques y los campos. Ya estábamos a la, altura de la fabrica de gas y desembocábamos al llano de Amara cuando fuimos recibidos por ráfagas de ametralladora. Volaron cristales, chirriaron frenos, hubo gritos y juramentos. Antes de que el tren se parara completamente la mayoría habíamos saltado y parapetado en el talud de la vía o detrás de un accidente de terreno. Nosotros también empezamos a tirar y el cruce de balas se volvió intenso.
-Ahora comprendo. Al veros armados, los rebeldes se han creído menos seguros de si mismos. Vuestra llegada ha tenido un valor psicológico quo ha desmoralizado al adversario.
-En efecto, no tardaron en abandonar el terreno en cuanto vieron que avanzábamos adelantándonos a salto de mata por el llano en dirección de ellos. No se mostraron sumamente combativos. Abandonando los morteros y algunos fusiles se corrieron hacia el cuartel de Loyola por la orilla del Urumea.

-Está claro-concluí. Han estimado que no podían seguir el combate callejero con el refuerzo que vosotros representabais en su espíritu. Y se han ido dejando en la estacada a los que están encerrados en los edificios. Seguramente que esta vuelta al cuartel ha debido producir mucha confusión entre los conjurados. ¿Por qué no les perseguisteis?
-Porque queríamos llegar aquí y volver al sindicato. Por lo que veo ha habido hule de primera.
-Y tan de primera-le dije alegremente. Gracias a vosotros estamos ahora aquí. Ya nos disponíamos a abandonar los sindicatos.
-¿Serán menos valientes de lo que pensamos?
-No, eso no. Todos nos parecemos en esta piel de toro brava y dominadora.
-Sigo creyendo que hay entre ellos algo que no pita. No hay unanimidad.
-¿Y dónde esta Liqui? ¿Y los otros?
-Félix se ha marchado como un desesperado a Trintxerpe. No podía tragar que aquí estuviéramos con las manos en el bolsillo. Y se ha ido para traernos botellas de gasolina. Los otros andarían sitiando a los rebeldes...
En esto apareció la magnifica estampa del Piaroa. Al verle en mangas de camisa, despechugado, la piel encendida, con los cabellos despeinados y su eterna sonrisa de animal pletórico, le preguntó
-¿No te has ido con Liqui?
-No. Me quedo frente al Cristina para entrar en el cacao. Están bien armados, aunque no parece que sean muchos. Universo le llevó a Liqui.
-Voy a buscarles-se brindó Beluche. Voy a darles la sorpresa padre. Ellos que nos creían en la agonía...
-Ten cuidado al atravesar el puente-le aconsejé.
-Yo iré contigo-propuso el Piaroa. Sé donde hay un coche rápido. Vamos a cogerlo y ¡adelante!
Al verlos marcharse me quedé pensativo. Todo iba adquiriendo tonos diferentes a la realidad conocida. Íbamos entrando en un nuevo mundo cargado de ambiciones sociales. El entusiasmo de la gente me hacia vislumbrar a los hombres y a las cosas bajo un ángulo mas abierto, más vital y más trascendental. El dinamismo, el jugar con la muerte de los hombres me daba cierta embriaguez. Y recordaba con fruición las previsiones de Félix cuando salió con la amnistía de 1936. Me había pintado con imágenes tan realistas, tan verídicas, la marea humana lanzándose contra los viejos soportes de una sociedad que ya no convenla a los tiempos modernos.
Mis pensamientos me los cortó Otero, nuestro representante del Estado Mayor que venia a enterarse de todas las peripecias de la mañana.
Desde el umbral, un tanto hinchado por el puesto que ocupa, con gesto olímpico, característico de su carácter, nos felicitó:
-¡Salud, héroes del día! Batiéndoos como bravos habéis salvado a San Sebastián. Este es el pensamiento de Tatxo y de Sasiain, el ex alcalde.
Estas palabras sonaban a rancio, a una poca pasada. Todos habíamos cumplido con nuestro deber. Sin embargo, su presencia nos obligaba a estudiar el porvenir. Yo tenia la intuición de que el perseverar en el combate nos obligaba a abandonar cargas sentimentales no por debilidad, sino por sernos inútiles en esas circunstancias. Otero, después de escuchar las explicaciones mías me dio a conocer la situación exacta de la ciudad. El enemigo esta parapetado en el Gran Casino y en el Gobierno Militar vecino, así como en el Circulo Easonense, justo a la entrada de la parte vieja por el lado final de la Alameda.
Cerca del río conserva el hotel Maria Cristina y el edificio de la Equitativa. Estos últimos son los bastiones más sólidos. El hotel, verdadera fortaleza, lo defienden fuerzas rebeldes que van a crearnos graves problemas. Yo le interrumpí
-La lucha no ha hecho si no comenzar. No olvides que los rebeldes tenían una ventaja inicial y un plan bien definido. Aquí hemos colocado granos de arena en ese engranaje. ¿Que se piensa en el Estado Mayor?
-No hay otra solución que la de lanzarse contra esos reductos. Mientras estén a la defensiva no es excesivamente peligroso. Están bien armados y costara caro el desalojarlos.
-¿Y el cuartel?
-Ese es el hueso. Representaba el peligro mas grave. Situado en un hoyo, defendido por el río y las colinas, a priori parece inexpugnable.
-Duro, duro de roer ese hueso-confirmó pensando en la difícil tarea que se nos presentaba.
-La moral elevada contrasta con las dificultades para tomar las posiciones enemigas. La falta de material empaña el optimismo popular. La llegada del tren de Eibar, con hombres mas o menos armados, ha mejorado nuestra situación, Pero no nos hagamos ilusiones si tenemos que atacar el cuartel. Los edificios de la ciudad son, a pesar de todo, accesibles. Por eso hay que apoderarse de ellos. De esta manera podremos aislar completamente el cuartel. Pero hay otro factor que nos es favorable por su valor psicológico.
-¿Cual?
-El resto del país. La guerra civil devasta el país por los cuatro costados.
Era verdad. Al vivir las horas dramáticas en la calle Larramendi nos habíamos olvidado del resto. La más corta victoria contaba mucho en el tablero nacional. Había, pues, que acabar con los focos de rebelión cuanto antes.
-¿Qué dice el gobierno?
-Estamos desconectados. Vamos a tratar de establecer el contacto Vía Bilbao. Vamos a pedirles armas y abastecimiento. La prolongación de la lucha hasta la rendición de los rebeldes será larga. Las victorias de Barcelona, Madrid y Valencia, son sensacionales. No en balde son las tres ciudades de importancia nacional. Y nuestra pequeña victoria aquí tiene alcances considerables: la posibilidad de conservar la frontera de Irún. De Zaragoza sólo sabemos que están luchando todavía en las calles y en los tejados.
-¿No se ha presentado algún militar, guardia civil, al Estado Mayor?
-Hemos nombrado, precisamente, jefe de operaciones al comandante Pérez Garmendia.
-¿Es seguro?
-Sí. Hombre de honor, leal y valiente.
Le acompañé a Otero hasta la puerta de la calle. Larramendi se habla transformado en objeto de curiosidad de los donostiarras y venían a oler la pólvora que impregnaba las calles. De boca en boca se exageraba la realidad. Y querían comulgar con el sortilegio de los actos valientes y honrosos. La fama de la C. N. T., como foco de hombres violentos a impugnadores gratuitos, ha sido barrida en una mañana. Y al ver en la gran puerta del colegio una gran pizarra con una calavera y dos tibias entrecruzadas dibujadas con tiza blanca y entre grandes signos de admiración: ¡Atención! ¡No fuméis! ¡Peligro de muerte!, la gente cree hallar en esa alegoría la fuerza y la esperanza. Otero y yo nos quedamos mirándola también. A uno de los que guardaban el colegio le preguntó:
-¿Quién ha hecho esto?
-Es el hermano de Valentín Álvarez, Jesús.
Otero y yo nos miramos. Hicimos mentalmente su fotografía. Bajito, delgado, más nervioso que un filete de a real, era intrépido y dinámico. Con jóvenes libertarios de este temple podíamos preparar cocas importantes. José Luis se fue sin despegar los labios asegurado del espíritu que reinaba en el barrio. Así se lo haría ver al Estado Mayor. No obstante, yo subí al secretariado muy pensativo. Medía las dificultades que nos esperaban y que nos seria necesario guardar la cabeza fría, tanto en los reveses como en las victorias. Yo la perfilaba la lucha llena de trampas, larga y agotadora.
Por eso no tardamos en reunirnos unos pocos militantes con el secretario del sindicato de la Alimentación para tratar del problema de cómo dar de comer a los combatientes. La idea del comedor popular tan anclada en nuestra propaganda la íbamos a poner en practica. De ahí nació el comedor popular de las Escuelas de Amara y el alma de él fue el panadero, Julio Gómez. El viejo Marchuleta, viejo liberal y anarcoide, se puso a nuestra disposición para que en su panadería se elaborase el pan necesario. ¿Quién no recordará en San Sebastián a Marculeta,_ su hijo, el jugador de fútbol que tanto renombre dio al Donostia F. C.? ¿Y cuanto pan no había repartido gratis esta familia a los parados? Ya dábamos los sindicatos las primeras muestras de nuestra capacidad de organización.

7. LA C. N. T. EN EL ESTADO MAYOR
Guerra y piedad no concuerdan.
Refrin

¡Estado Mayor Popular! Titulo rimbombante que ocultaba la falta de conocimientos militares por parte de sus miembros, salvo los comandantes Pérez Garmendia y Larrea.
Sus componentes no tienen sino la confianza de las organizaciones políticas y sindicales. No representaba mías que un embrión de autoridad militar, salido de la necesidad de aunar las operaciones. Pretendía poner orden en el caos, tratando de sujetar a una voluntad la formidable fuerza expansiva de miles de individuos que se aprestan al combate, a un combate donde no hay jefes, ni plan, ni directivas. Sólo del crisol de la lucha y del sufrimiento brotara, el sentido común.
De este caos y de este dinamismo del pueblo-todas las formas de autoridad anteriores han desaparecido-surgen las ideas y las iniciativas, como de una afinidad selectiva. El Estado Mayor planeaba, indicaba adónde había que dirigir los esfuerzos, pero todo quedaba en el dominio de la improvisación y del hervor de ideas.
En nuestro campo de acción sindical sucedía un fenómeno digno de mención. Por mi secretaria pasaban ciudadanos que me proponían diferentes trabajos y hasta fórmulas de fabricación de nuevas armas:
-Puedo fabricar bombas de calibre regular... Tengo posibilidades de reparar toda clase de armamento... Soy capaz de fabricar granadas y bombas incendiarias... Desde el año pasado estoy pensando en una bomba que destrozaría a los hombres por la carga de balas o clavos estriados que contiene.
Había que discernir en el conjunto de proposiciones y de ideas las que eran francamente constructivas y eficaces, abandonando cuanto pertenecía a la imaginación o a lo imposible. En los sótanos del colegio montamos en un santiamén un taller de reparaciones de armas y de fabricación de bombas. Tornos, bancos, herramientas, han surgido por varita mágica. Yo estaba extrañado de este poder de improvisación. La necesidad y la voluntad hacían milagros. Claro que todo ese trabajo no es perfecto y que el funcionamiento deja que desear, Pero es un comienzo prometedor. La iniciativa personal se expresa por el canal de la creación.
El Rolls-Royce de Liqui bajaba como un bólido del Alto de Vinagre. A lo lejos distinguió un coche que subía por Ategorrieta. De pronto le vio desaparecer en una nube de polvo y volcar en la cuneta. Cuando llegó a su altura, vio salir a sus amigos que iban a buscarle. Contentos con haber salvado la vida los ocupantes del coche se burlaban del chofer improvisado. Liqui, en lugar de preguntar si había algún herido, se limitó a gritar:
-¿Qué cojones pasa?
-Que los sindicatos están libres. La porquería que llevas en el coche ya no servirá.
-Serviría para otra cosa-replicó mosqueado Liqui.
Se preguntaba cómo Larramendi pudo ser liberado, dada la situación critica en que lo dejó. Pero las caras alegres de sus amigos no permitían la menor duda. Agarrándole del brazo a Beluche le interpeló:
-¿Se han rajado los rebeldes?
Beluche le contó la llegada providencial del tren de Eibar y la retirada de los militares. Piaroa le animó:
-Si vieras cómo esta ahora la calle Larramendi y la gente que viene a los sindicatos no lo creerías. Es una riada popular.
-Vámonos.
Los dos coches bajaron la cuesta y enfilaron la calle Miracruz. Antes de llegar al puente de Santa Catalina doblaron a la izquierda y por la calle Isturiz atraviesan el corto espacio a descubierto antes de guarecerse detrás de las casas de la Avenida de Francia. Las balas silbaron encima de sus cabezas sin alcanzarles. Poco después salvaban el puente de la estación. Liquiniano se quedó emocionado ante la muchedumbre que ocupaba la calle Larramendi. Se apoderaban de él sensaciones maravillosas: el placer del triunfo, la excitación de la vida, los enigmas del porvenir. Ahí estaba el pueblo tal y como se habla imaginado durante sus visiones ardientes de presidiario. La vieja sociedad se caía bajo el peso de mezquinas contradicciones y de estúpidos privilegios fundados en el dinero o en el pasado. El barrio despedía un vapor que embriagaba, seguramente por presentarse virgen de combinaciones políticas o diplomáticas. ¡Que pueblo magnifico el de San Sebastián! Ahí estaba al servicio de quien pudiera marcarle objetivos de progreso. Su propio dinamismo se decupló. Acercándose a Beluche que acababa de apearse del coche, exclamó:
-¡Fantástico! Nadie me creía cuando predecía este momento. Y ya veis.
Félix quiso dirigirse a los sótanos. Piaroa, satisfecho de anunciarle el cambio
-Eso también se ha acabado. Ahora estamos en el colegio.
Y dirigieron los pasos a mi secretaria, seguidos por las miradas entre curiosas y admirativas de la gente.
Apareció Liqui en la puerta. Con grito de alegría me saludó en vasco
-Egunon, laguna.
A las dos de la tarde nos fuimos a comer. Nos encontramos buen numero de jóvenes libertarios en las Escuelas de Amara. Reinaba una atmósfera de camaradería entre los servidores, el personal de cocina y los consumidores. Todos estábamos satisfechos de que los sindicatos se responsabilizaban de una tarea social. Hablábamos de otras tareas que nos esperaban, como el de la producción.
Pero la conversación no tardó en derivarse hacia la situación militar de la ciudad. La idea común era de que si no recibían los rebeldes ayuda exterior, no resistirían al empuje popular, pese a la falta de organización frente al enemigo.
-Están cogidos en el cepo. No podrán escapar, sobre todo los del Maria Cristina-pronosticó Universo.
-Y cuando los cojamos les aplicaremos la ley con todo rigor. No les haremos el regalo que se le hizo al general Sanjurjo. Se acabó la filantropía.
Roque intervino con más realismo
-El castigo representa un aspecto secundario del problema. Sajemos el divieso cuanto antes para asegurar la posesión de la ciudad. Con esos focos en la retaguardia no podemos atacar el cuartel de Loyola. Este es nuestro asunto.
Y mirándonos cara a cara, magnánimo
-Yo no tengo espíritu de venganza.
-Yo tampoco-dijo Piaroa-. Pero tienen que pagar la grave falta cometida.
La primera victoria popular permitía considerar las futuras operaciones con sólidas amarras morales.
Si, el cuartel de Loyola era un hueso, era la dura verdad. pero hasta ahora el desarrollo de los acontecimientos no favorecía a los rebeldes. A plazo corto seria lo mismo. Nuestro optimismo era, pues, de cajón. A alguien se le ocurrió preguntar:
-¿Y qué haremos con nuestro semanario «Crisol»?
Salte picado como por una víbora:
-Nada. Tenemos otras tareas más urgentes. Además, en el Frente Popular se ha tomado la decisión por diversos motivos de publicar un solo diario: «Frente Popular». Tenemos que cumplir el compromiso.
Liqui insistió violentamente -Nada de literatura. Todo por la lucha. Cuando hayamos vencido al enemigo, entonces...
Después de la comida-patatas con bacalao y salsa de tomate volví al secretariado. Los demás se marcharon hacia los focos rebeldes a unirse con los sitiadores y tratar de buscar el fallo de los defensores. Me estaba esperando Ruiz. Fatigado, con los ojos rojos de falta de sueño-era el rasgo característico de todos los militantes-, sin afeitarse, todo recordaba en él las graves preocupaciones que le atormentaban. Venia a discutir conmigo de mi situación, que no teniendo un cargo oficial actuaba como tal. Yo le había comunicado por teléfono mis escrúpulos. De buenas a primeras, pues, me habló de ese problema:

-He consultado con González Inestal y con Julio, así como con Barriobero, de tu deseo de correrla con el grupo de Liqui. Todos coinciden en que tienes la confianza de los jóvenes y de todos en general. Además, activo y diplomático, cumples a la perfección las cualidades que hacen falta en este puesto y que, no cabe duda, a la luz de los acontecimientos, tendrá mayor importancia. Vamos a un cambio de régimen, hacia una sociedad más perfecta. Por mi parte, creo que en España vamos a construir un modelo original.
Echando una mirada circular a las cuatro paredes de la secretaría le interrumpí:
-Luego... tengo que seguir aquí...
-Serás más eficaz aquí que no corriendo por las calles con un arma.
Le miré fijamente. Su sinceridad saltaba a la vista. Con voz queda acepté: 
-De acuerdo.
Hasta nosotros llegaba el bullicio de la calle. Una gran sonrisa iluminaba el rostro de mi interlocutor. Melancólico, con pena sentida
-¿Qué diría nuestro viejo compañero Zulaica ante esta efervescencia? ¿Recordaría aquella fría mañana de diciembre-1930-que quisimos asaltar el gobierno civil para apoyar el movimiento revolucionario de Jaca...? Éramos un puñado de socialistas, republicanos y sindicalistas. Nos trataron de locos. Fue el comienzo de la serie que nos ha conducido a saber resistir a los ataques de la reacción.
Luego hablamos de la situación.
-En el Frente Popular reina un acuerdo prometedor. Las viejas querellas del partidismo se han desvanecido ante el peligro. Claro, por fuerza, pero contentémonos con el resultado.
Yo le opuse mis temores
-El ver las orejas al lobo nos vuelve más modestos y menos exigentes. Esperemos que el acuerdo durara. Sólo así seremos fuertes frente al enemigo.
-Tanto mas cuanto que debemos combatir en dos frentes: el de la, lucha armada y el de la organización social en la provincia. El levantamiento ha desorganizado todo: los transportes, el abastecimiento y los servicios urgentes.
-Hay que dar la prioridad a la lucha armada...
-Claro que sí. El Frente Popular está en contacto permanente con el Estado Mayor. Es más la gran parte de los miembros del Frente Popular están con las armas en la calle.
-¿Y el gobierno central que dice?
-Hemos podido establecer el contacto con Madrid por radio. Se nos ha felicitado por haber conservado San Sebastián en el regazo de la República.
-¿De la República? De otra más justa por lo menos. Las uvas están todavía muy verdes para hacer una profecía. ¿Que saldría de las ideas entremezcladas en el crisol del Frente Popular actual, activo, dinámico y con el poder en la calle? El pueblo no querrá volver a la misma situación del 16 de julio.
Ruiz me habló de otra decisión interesante:
-Hemos cambiado todo el personal de Radio San Sebastián. Ahora la estación hablara un lenguaje más republicano, digámoslo así. Los fascistas se habían infiltrado. El pachucho Molina personificaba esa tendencia.
El secretario me dio dos espaldarazos antes de marcharse. Esta prueba de confianza y afecto me supo a gloria. Despidiéndose:
-Llámame cada vez que quieras aconsejarte. Deja de lado el aspecto oficial de tu trabajo. A la excepción hay que saber adaptarse.
La jornada del 20 de julio transcurrió defendiéndose los rebeldes en los reductos. Tiraban bien y producían bajas en cuanto se pretendía acercarse. Algunos cadáveres yacían por los alrededores, sobre todo en la calle Oquendo, cerca del hotel Maria Cristina, y en el boulevard, junto al Gran Casino.
En el barrio de Amara tomamos precauciones para la noche. Doblamos la guardia en las terrazas de los inmuebles. Se rehicieron algunas barricadas. Y patrullas recorrían el llano de Amara hasta la misma entrada de Loyola.
Noche tranquila. Cuando amaneció el día, los rebeldes no intentaron forzar los acontecimientos. Los jefes militares no estaban seguros de la tropa y consideraban que los adeptos de la rebelión no eran bastante numerosos para efectuar nueva salida desde el cuartel. Sin duda, una segunda hubiera sido mis encarnizada y sangrienta que la primera. Prefirieron tomar posiciones defensivas en las colinas que corren a lo largo del cuartel por el lado de Polloe y de Ametzagaña instalaron estratégicamente un cañón y dos ametralladoras. Además el río Urumea les sirve de defensa natural. Dejan, pues, a sus compañeros facciosos abandonados a sí mismos.
El torpedero «Xauen», anclado en el Puerto de Pasajes, tiene que servir a la República se dicen los pescadores del sindicato anarcosindicalista «Avance Marino». Unos hombres decididos, armados con pistolas y bombas, saltaron a bordo del torpedero. La tripulación no ofreció la menor resistencia y fue desarmada rápidamente. Luego se dirigieron a la cabina del comandante en donde entraron en tromba
-¡No se mueva!
-Soy republicano-responde tranquilamente el jefe del torpedero.
-¡Que te crees tú eso! Tu casta es de mala uva.
Clavado en el asiento, el comandante calla.
Ejecutan un registro rápido y superficial. Le retiran una pistola. La gente de mar habló rudamente: 
-Se quedara usted a nuestras órdenes. El barco tendrá que servir a la revolución.
-Sigo siendo fiel a la República.
-Nosotros también, Pero a una República revolucionaria. Esta claro. Nadie abandonara este barco sin nuestro permiso. No le hacemos prisionero, sino que le dejamos libre de circular por el barco.
-No puedo abandonar a mis hombres ni al navío.
-Usted hará lo que le digamos y nada más.
No ha habido la menor violencia al contrario de los sucesos terriblemente aleccionadores que se han producido en otros puertos militares, en donde jefes y oficiales de navíos de guerra han sido masacrados por los marinos. Esta masacre muestra hasta que punto los sin grado estaban hasta la coronilla de soportar a jefes antirrepublicanos y que a la primera ocasión se hubieran pasado al enemigo. En este hecho instructivo se trataba de adelantarse a los revoltosos potenciales.
Al grupo de Liquiniano se le ocurrió sacar partido de este torpedero con objeto de que desempeñara un papel en la rendición de los facciosos de San Sebastián. Una vez mas se fue a Pasajes y con los pescadores de «Avance Marino» discutió la necesidad de bombardear con los cañones del « Xauen» los edificios rebeldes. Puestos de acuerdo se dirigieron todos al barco.
El comandante se asustó ante el alud de hombres armados. Sin mas preámbulo:
-Rumbo a San Sebastián. Hay que bombardear el Gran Casino y el Gobierno Militar.

-Los cañones tienen poco alcance. Podrían tirar sobre el Gran Casino y más lejos sin ninguna garantía.
-Eso es cosa nuestra.
Evasivo, el comandante:
-Para zarpar tengo necesidad de una orden. Una operación no se ejecuta al azar.
-¿Una orden? La nuestra. La marina ha sido disuelta por decreto gubernamental. Somos los amos. ¿Es que lo ha olvidado?
-Entonces que alguien se responsabilice de la operación.
-Yo mismo-dijo el secretario del sindicato. E
l comandante abrió el cajoncito de la mesa y le alargo una hoja de papel. El secretario escribió:
«Yo, Juan Varela, secretario provisional del sindicato «Avance Marino» , salgo responsable del bombardeo de San Sebastián por el torpedero «Xauen » Pasajes, 21 de julio de 1936.»
El comandante leyó el documento en voz alta. Luego exigió otra formalidad
-Hay que poner el sello.
Sus interlocutores ya empezaban a perder paciencia. Pero Liqui no quiso violentar las cosas. Hizo señas a Universo de que fuera a buscar el sello junto con un pescador apodado «Besugo» a causa de los ojos exorbitados. Varela les dijo:
-Lo tiene el vicesecretario.
Con el papel firmado y sellado, el comandante se hizo a la mar. La tripulación, aunque se dice Repúblicana, es vigilada por varios pescadores armados. Por primera vez, estos rudos marinos abandonan el puerto como responsables de un barco y de una operación naval. ¡Quién lo hubiera dicho cuarenta y ocho horas antes!. Experimentan orgullo legitimo: el de colaborar estrechamente en los acontecimientos. La revolución les sacaba del anonimato y les procuraba nueva personalidad. Las revoluciones no sólo eran pasiones desencadenadas, sino también un crisol de caracteres y fuerzas morales. Bajo el cielo radioso, la travesía se desliza favorablemente por el mar pacifico. Entran por la bocana del puerto y el torpedero ancla en la bahía de la Concha. Visibilidad excelente. Los pescadores siguen con interés vigilante los preparativos del bombardeo. El comandante está presente y ordena el mismo las maniobras. El torpedero tiene un cañoncito. Aplican el primer obús. Y sale disparado contra el Monte Urgull. El segundo toca al Casino y produce daños escasos. El calibre es casi insignificante.
Otros obuses lo tocan. Entonces, los pescadores deciden que se bombardee el hotel Maria Cristina, invisible desde el centro de la bahía. Hay errores de tiro monumentales. Los obuses caen en el barrio de Gros y en el teatro Victoria Eugenia. De aquí las fuerzas populares acosaban el reducto faccioso.
El Estado Mayor logró comunicar con los pescadores para que cesasen el bombardeo. Militarmente hablando ese bombardeo era ineficaz, pero tuvo gran efecto desmoralizador. Los rebeldes del Gran Casino distinguían detrás de los ventanales del edificio el torpedero que simbolizaba la fuerza leal al gobierno republicano. Y otro efecto desmoralizador, para ellos, fue el de ver entre los nuestros algunos guardias civiles, fieles a la República, atacándoles. La gran verja de hierro protegía bien el edificio con gran desesperación nuestra. Fueron estos guardias civiles, justamente, quienes animaron la toma del Gran Casino, efectuada al día siguiente, al mando del comandante de la Guardia Civil, Ezcurra. Eran poco numerosos, pero de calidad. Daban un ejemplo de valor y de serenidad. Sabían desplazarse bajo las balas enemigas, saltando de tronco en tronco para acercarse cada vez mas de la verja protectora del Gran Casino. El asalto fue dado creyendo que la mayor parte de los rebeldes se habían marchado a refugiarse en el cuartel de Loyola durante la noche. La resistencia fue débil. En el Gran Casino, defendido por soldados de artillería, sólo quedaron catorce guardias civiles, al mando de un cabecilla fascista, cuyo nombre nos era desconocido. El Casino pasó a nuestras manos, así como el Gobierno Militar y el Círculo Easonense. El Club Náutico ya sabíamos que estaba abandonado, Pero no nos interesaba entrar en él, dado que estaba batido por los otros edificios colindantes. Toda esa parte de la ciudad quedaba libre de facciosos. Ya sólo quedaba en manos de los rebeldes el hotel Maria Cristina, pues los de la Equitativa se habían dado el piro. Aprovechando el factor sorpresa durante los primeros momentos del levantamiento, hicieron prisioneros y los guardaban como rehenes y se servían como medio de presión sobre el Frente Popular. El Maria Cristina estaba defendido. especialmente por la gran parte de los guardias civiles, guardias de asalto y policías. A los carabineros los tenían desarmados y prisioneros. Desconfiaban de ellos. Este reducto se estaba volviendo en grave peligro si continuaba resistiendo. Era un tumor que había que sajarlo rápidamente. Por eso el 22 por la noche se tomó la decisión de asaltarlo al amanecer. Y a los albores del 23 se atacó frontalmente sin éxito. A pecho descubierto la empresa iba a ser costosa. Los blindados de ocasión entraron en acción por la calle Oquendo, pasando y volviendo a pasar delante del edificio y aplastando los cadáveres yertos en la calle. Sus ocupantes tiraban a quemarropa contra los defensores. Los morteros cogidos a los militares se emplearon también, Pero la falta de municiones les impidió ser efectivos. Se les acosaba por todas partes. Pero la gran verja, de casi tres metros de altura, representaba un obstáculo difícil de franquear. Pese a todo, el numero de asaltantes engrosaba y terminaría por hallar el fallo en el dispositivo enemigo. Por fin, en contra de los irreducibles que lo habían impedido hasta ahora, el Frente Popular había establecido contacto por teléfono con los rebeldes. Se les invitó a la rendición. Los duros rompieron el hilo telefónico y la comunicación fue interrumpida. Sabíamos que los heridos rebeldes gemían en estado lamentable por falta de medicinas y cuidados. Este factor favorable habla que explotarlo redoblando de ardor en el combate. Los jefes rebeldes veían que el fin de la resistencia se acercaba inexorablemente. No habían supuesto bien los datos del problema. Entonces, desesperados, tomaron una medida inhumana: colocaron a los prisioneros en las ventanas y delante de la verja del gran patio de entrada. Así cayeron algunos cogidos entre dos fuegos. En la ultima conversación telefónica se les amenazó con quemar el hotel. Ante esa actitud con los prisioneros, empezamos a rociar con gasolina algunas partes del edificio, lanzando botellas llenas, seguidas de algodón inflamado. Algunos incendios localizados se provocaron así. Entonces, creyeron que efectivamente las fuerzas populares ejecutarían la amenaza. A la hora del crepúsculo, los sitiados arbolaron la bandera blanca. Los rebeldes habían apostado por la llegada de socorros de Loyola. Desvanecida esta esperanza, la resistencia ya no tenía motivación.
Hubo orden en la rendición al Frente Popular. El pueblo asistió a ella dignamente. Buscaba únicamente las armas automáticas que tiraban tan bien y que tantas bajas ocasionaron en sus filas. Estas armas motivaron el primer disentimiento, nada grave, entre el Frente Popular y la C. N. T.
Nosotros pedimos que las armas cogidas se distribuyeran a las organizaciones. Larrañaga, en el mismo jardín del hotel, respondió que el Frente Popular resolvería este problema según las necesidades de la lucha. Nos callamos. Sabíamos que no se nos daría un arma mas a los cenetistas y a los anarquistas y que, por lo tanto, teníamos que procurárnoslas nosotros mismos. El triunfo acalló esta querella. El ultimo reducto de la ciudad había caído y con el una pesadilla. Ahora San Sebastián podría organizarse y seguir en pie de guerra la marcha de los acontecimientos.

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