2024ko abenduak 5, osteguna
Gipuzkoa 1936

LOS ANARQUISTAS Y LA GUERRA EN EUSKADI
LA COMUNA DE SAN SEBASTIAN
Manuel Chiapuso

Aurrekoa

22. EL FRENTE DE LA MONTAÑA
Suelo áspero, quebrado y montuoso. Geología de naturaleza caliza. Orogenia del terciario.
Geografía

Del dicho al hecho hay un gran trecho. Un pequeño grupo de los expedicionarios de Pasajes se adelantó con objeto de reconocer el terreno antes de que el conjunto trepase penas arriba. Optaron por esta medida, pues en el «batzoki» sólo encontraron al interlocutor que conversó con Liqui anteriormente. Estaba mas sólo que un hongo y estaba visto que los nacionalistas se interesaban mas por la junta de Defensa de Azpeitia que por defender el cuadrilátero estratégico de la frontera. De edad y para mostrar su buena voluntad les regaló un anteojo marino que, según él, favorecería el andar por terrenos buenos para emboscadas. Los nacionalistas no sabían cómo armarse y corrían Francia y Cataluña en busca de armamento, a veces en nombre de todos y otras en nombre propio. Por esta causa hubo una serie de líos por unos fusiles y cañones llegados de fuera. Luego por otros motivos, como los de dejar marchar por los frentes a reaccionarios conocidos y quién sabe si cómplices de la sublevación a la zona rebelde.
Todo aquello era más que sospechoso. San Sebastián y Azpeitia se pasaban acusaciones, lo mismo que la junta de Eibar, dominada por los socialistas, acusaba a los de Azpeitia el poco caso que hacían de las cosas generales. La cosa estaba clara. El Partido Nacionalista Vasco llevaba una política única cuyos objetivos sólo ellos conocían. En cuanto al Frente Popular de Irún sólo pudieron ver con buenos ojos los objetivos de la operación, pero sin poder hacer nada en favor de ellos. Hasta entonces no se había imaginado siquiera la posibilidad de atacar a los navarros. Hechos estos preliminares, el grupo cogió la dirección de Endarlaza en donde encontraron al suboficial de carabineros Ortega, quien se alegró al verles armados hasta los dientes. Les escuchó explicar el plan. Ortega mandaba la zona fronteriza de Erlaiz y Endarlaza. Tenia pocos hombres a su mando y algunos ya mayores, incapaces de guerrear en la montaña. El puesto fronterizo lo defendería apenas. Para ello había colocado varias armas automáticas por los altos colindantes. El plan de los jóvenes le parecía temerario. Seria atraer las iras de los navarros sobre la frontera que hasta entonces se había mostrado en calma. Defender aquella zona necesitaba muchos hombres, bien armados y experimentados en la orografía fronteriza. El grupo se quedó viendo visiones cuando calificó de locura el crear un frente y un suicidio las veleidades de ofensiva. Los jóvenes creyeron comprender que el suboficial Ortega no deseaba aventuras guerreras por allí y salvaba su responsabilidad manteniendo el puesto de carabineros para la República. Amoscado, Rivera contestó:
-Ya lo veremos. No atacaremos de frente, sino por detrás. No somos militares, pero es la única manera de eliminar la presión sobre Renteria. Hay que intentar.
-Yo no me opongo, lejos de ello-replicó el oficial afectando sonrisa afable. Sólo he querido presentar las dificultades de la empresa. -¿Nos proporcionaría un buen guía?
-Sí; uno que conoce palmo a palmo las montañas a diez kilómetros a la redonda.
-¿Y alguna ametralladora para equipar nuestro destacamento, cuando pase por aquí? 
Dudó unos instantes. Por fin accedió:
-Si.
La conversación se volvió técnica y, a su vez, cordial. El suboficial les dio una lección sobre la forma de colocar las ametralladoras o los fusiles ametralladores para defender los pasos montañosos. Buscar buen ángulo de tiro y cruce de fuegos era aumentar las posibilidades de defensa de una posición. Acompañados del guía siguieron frontera adelante, ya a pie. La idea de, ellos era continuar el reconocimiento hasta dar con el camino del abastecimiento de las tropas de Beorlegui y del coronel Ortiz de Zárate. Así llegaron hasta el río Bidasoa, frente a Articutza. El puente había sido volado y jamás pudieron saber si fueron los rebeldes o los republicanos. Nadie supo darles detalles de la voladura. Llegados, pues, a la orilla del río, pensando ya cómo iban a organizar la defensa del territorio, se encontraron con dos extranjeros, franceses, uno de ellos capitán de reserva. Al nombre que dio al presentarse nadie hizo caso. Ellos se interesaron de la forma de operar en el sector. Según esos franceses había que ocupar las penas de Aya y Pikoketa, defender los dos pequeños fuertes de Erlaiz, y desde ahí acosar a los navarros.
El grupo de reconocimiento se escindió en dos: Liqui se quedó con Jesús Álvarez y Patxo; Rivera con otros dos jóvenes libertarios. Liqui ojearía el terreno por abajo y Rivera por arriba. Los de abajo no tardaron en avistar la ermita de San Antón. Cuando se disponían a visitarla vieron salir de ella dos requetés. A cierta distancia se encontraron los adversarios cara a cara. Liqui ordenó, como le habían enseñado en la mili:
-Rodilla en tierra. ¡Fuego!
Los tiros se cruzaron. A Liqui le atravesó una bala la boina dejándole un agujero que, de haber dado un poco mas abajo le hubiera matado. Otros requetés aparecieron. Liqui y sus compañeros tuvieron que salir pitando monte arriba, pues a Liqui se le encasquilló el naranjero. En la marcha agotadora, Liqui sufrió un infarto. Menos mal que llegaron Rivera y compañía que habían hecho dos prisioneros. Obraron con mucha cautela y se apoderaron de esos requetés que estaban de reconocimiento. Por ellos se supo que estaban esperando una reata de mulos, unos ochenta, con vituallas y munición. En Oyarzun los requetés estaban faltos de un abastecimiento normal y se mantenían gracias a los chuscos y a las latas de sardinas. Claro está, el tiroteo alarmó a los navarros y enviaron enlaces para que el convoy esperara a que el camino estuviese libre. Liqui recobró sus fuerzas gracias a la juventud y pudo incorporarse y volver al punto de partida, esto es, a Endarlaza, a donde habría llegado el grueso de la expedición con camiones y taxis abastecidos de comida fría. Este primer contacto en plena montaña, con el adversario les dio a conocer las dificultades que les esperaban. No perdieron el optimismo aun y sabiendo que en lo puramente militar, por el momento, no cabía esperar gran cosa, antes de que se despertara la realidad fronteriza de Irún y de los carabineros, salvo la organización del abastecimiento indispensable. Nadie se imaginaba que el objetivo perseguido por ellos iba a formarse por la fuerza de los hechos en una batalla que duraría cuatro semanas y que las primeras escaramuzas abocarían en rudos y encarnizados combates. Lo que parecía iniciativa arriesgada y alocada se mostró congruente y necesaria. Testimoniaba además aguda percepción de los movimientos guerreros. Así fue. Los primeros choques en las solitarias y abruptas pendientes obraron como plataformas en donde las fuerzas de los navarros giraron hacia Irún, abandonando momentáneamente la capital donostiarra. El mando rebelde se había percatado de que no podía apoderarse de San Sebastián teniendo a las espaldas las fuerzas populares. Aquella misma tarde la pequeña expedición, abandonando los camiones y taxis, progresaba lentamente monte arriba para formar un frente entre las Peñas de Aya y la frontera. Iba adentrándose en un paisaje grandioso a imponente. Y ahí comenzaron las primeras dificultades. Los pescadores no estaban avezados a andar por la montaña. Torpes andarines, se fatigaban visiblemente por las escaladas y los descensos.
Rechinaban contra la picadura de la argoma y las culadas que les martirizaban el cuerpo. En cambio, los donostiarras, alpinistas, les alentaban en la marcha agotadora. Los pescadores, temiendo el despeñarse bordeaban los barrancos amarrándose a la maleza y a las piedras. Sus ojos perdían el brillo del entusiasmo al sentirse prisioneros de aquellas fantásticas masas montañosas que se erguían cual fortaleza inexpugnable. La fatiga, lo impresionante de la geografía, les desanimaba y comenzaban a temer emboscadas en cualquier hoz o vaguada. Aquellos hombres estaban vencidos de antemano. Así lo comprendieron Liqui a Iglesias y me enviaron un enlace para que hiciera lo posible en reforzar con hombres jóvenes y amigos de la montaña. Además me pidieron bombas de mano para la defensa de las posiciones. Hablé con Valentín para que forzara la producción del taller de Gros y me consagré a enviar refuerzos a las Peñas de Aya y Pikoketa.
Mientras tanto, en su lenguaje materno, el pintoresco galaico. portugués, los gallegos se lamentaban monte arriba:
-Eu no puede andar; eu vuelve a casa.
-¡Animo, muchachos! ¡Adelante! Ya pronto llegamos.
-Eu tiene los pies recalentados.
Era verdad. El calzado no era apropiado a la montaña. Algunos llevaban katiuskas. Miraban extrañados la resistencia y la movilidad de los de tierra. Y al fijarse en las hieráticas cumbres, silenciosas y salvajes, las estimaban misteriosas. Y se achicaban como larvas frente a los monstruos altaneros. El suelo movedizo de los barcos les parecía mas firme. Preferían la tempestad marina a una marcha en esos lugares escabrosos. Repetían las quejas como las criaturas:
-Eu no puede mas; Eu vuelve a Irún.
Los donostiarras les comprendían. La caminata era dura, pero no podían detenerse a descansar sin comprometer las vidas campando en terrenos sin defensa. No se sabia exactamente donde estaba el enemigo y la viabilidad del plan residía mas bien en la sorpresa. Iglesias estaba inquieto y adelantándose con Liqui se lo hizo saber:
-¿No habremos cometido un error al traer a los marinos? No saben andar y menos escalar.
-Ya lo estoy viendo. Si el enemigo atacara no sé cómo saldríamos.

Las Peñas de Aya con Pikoketa y Pagogaña mandaban la zona fronteriza. Eran holladas ordinariamente por los contrabandistas y los alpinistas. En tiempo de guerra serian objeto de la codicia militar, pues si el hombre era hijo de la geografía, mas en guerra. Los elevados relieves dominaban vasta extensión. Ya en las crestas, aquellos hombres contemplaban el inmenso panorama. Las montanas se sucedían encadenadas hasta perderse en horizontes brumosos. Acariciados por los declinantes rayos solares de los primeros días de agosto se sentían hipnotizados por la belleza salvaje exhibida en derredor. Ya en las cumbres escarpadas y ásperas, sentían un halito de fuerza. En las cercanías del mar las jorobas aparecían mas redondas y verdeantes. Decidieron mandar al guía con un enlace para que este aprendiera los caminos y comunicara la ocupación de esos terrenos. Irún debía enviar el rancho y servir de placa giratoria entre San Sebastián y los combatientes.
Desde Irún debían enviar palas y picos para cavar unas trincheras. Después de cenar se prepararon a pasar la noche, aprovechando el hueco de las rocas o un agujero natural. Mientras no lloviera las condiciones climáticas no eran dificultosas. Al día siguiente, la primera patrulla se dirigió monte abajo inclinándose en la marcha hacia Oyarzun. Todavía no existía la carretera que rodea ahora las Peñas de Aya casi a media altura y que parte de la bifurcación a la salida de Oyarzun en dirección de Navarra, ni del túnel que permite el paso por esa zona con medios rodados. El bajo monte estaba poblado de árboles y de argoma. Por el fondo corría un riachuelo, probablemente el Oyarzun. En esto, Roque, que iba en cabeza, se inmovilizo y se llevo el dedo a la boca pidiendo silencio. Avanzaron con mil precauciones. La base del monte estaba cortada a pico y en el fondo del barranco había un estrecho pasadizo por donde avanzaba un pequeño convoy de mulas cargadas con pertrechos. Ya hablan dado con el paso. Ahora ya llegaban claramente los gritos arreando a las bestias. Uno de la patrulla quiso tirar. Roque se lo impidió:
-Eso nunca. Hay que esperar un convoy más importante. Vamos a volver para preparar una buena emboscada. Van a creer los requetés que hemos caldo de las nubes.
La patrulla fue reforzada aquella tarde. Tenia como objetivo dominar el barranco y cortar el abastecimiento de Oyarzun. Había, pues, que pasar al otro lado de la falla. Divididos los componentes buscaron el camino para salvar la garganta y coger entre dos fuegos al enemigo. Tuvieron que alejarse bastante y cuando ya llegaron abajo se encontraron con un caserío perdido en aquellas soledades. Al acercarse les recibieron a tiros. Por una de las ventanas vieron asomarse alguna boina roja. Retrocedieron y se parapetaron en un talud. En aquel mismo momento sus compañeros tiraban contra un convoy de diez mulos que avanzaba lentamente junto al riachuelo. Lo custodiaban diez requetés y un cura que venia montado a la cola. Los requetés se escondieron rápidamente en la maleza y árboles de la colina de enfrente, mientras que el cura dio un salto de hércules para ir a parar a un zarzal. Los mulos se escaparon, pero los jóvenes pudieron recuperar cinco. Batieron los alrededores para dar con algún requeté y tener una fuente de información. Fue inútil. Dada la alerta los rebeldes no insistieron en el abastecimiento por ese lugar. Se trataba para ellos de desalojar de toda la zona fronteriza a las fuerzas populares.
Los pescadores no se regocijaban de pasar una segunda noche en condiciones precarias. Se sentían ajenos a aquella geografía ambiente, invadidos por la nostalgia del mar. El entusiasmo de los donostiarras apenas si les influía para no dar la espantada. Liqui esperaba con ansiedad la llegada de refuerzos de San Sebastián para contener los ataques de los navarros que ya no se harían esperar. La noche les envolvió. Cada cual se echo a dormir como pudo y solo los centinelas horadaban con los ojos las sombras de la noche.
Iglesias iba de una posición a otra con objeto de que la vigilancia no se perdiera. La soledad impresionaba. Llegaban rumores casi imperceptibles del fondo de los barrancos, susurros y suspiros de una naturaleza expansiva. Las montanas se recortaban caprichosas y evocadoras. De tanto en tanto rodaba alguna piedra o el grito de un animal fugitivo rasgaban el silencio...

La Comisaría de Trabajo

Al mismo tiempo, un nombramiento vino a modificar en parte mis actividades. La C. N. T. tenia que nombrar un miembro a la Comisaría de Trabajo. Nombramos a Juan Frac, pero este se recusó diciendo que no tenia ganas de intervenir en política. En una palabra, quería mantener el purismo de la F. A. I. Compulsando nombres y actividades recayó en mi ese nombramiento. Hasta entonces conocía las actividades de la Junta por nuestros compañeros, ahora iba a hacerlo de visu. A mí me parecía absurdo que cada comisaría estuviera compuesta por una docena de elementos. Y en la primera reunión propuse que la comisaría de Trabajo se compusiera únicamente de las centrales sindicales. Sin herir susceptibilidades insistí en que nadie mejor para organizar el trabajo y sus leyes que los sindicales. La Junta de Defensa aceptó mi proposición y aquella misma tarde nos reuníamos en una salita de la Diputación, Torrijos por la U. G. T.; un joven solidario llamado Azurza o algo así, no recuerdo bien, y yo. Primero nos distribuimos los puestos: propuse a Torrijos la presidencia; él me propuso para la vicepresidencia, cosa que rechacé. Me quedé de secretario, Torrijos de presidente y Azurza de vicepresidente. Discutimos sobre la necesidad de poner en marcha ciertas fabricas aparte de las actividades relacionadas con el armamento. Hablamos de confiscación de fabricas pertenecientes a conocidos antirrepublicanos, de colectivismo siguiendo a nuestros sindicatos de la Piel y de nacionalización. Torrijos hablaba de hacer inventarios, de hacer todo legalmente. Yo le corte la palabra y le dije que eso lo dejaríamos para mas tarde. Lo que interesaba hacer trabajar a la gente y que luego se resolverla el lado legal de la empresa. El solidario parecía sobrepasado por los acontecimientos y no decía esta boca es mía. Mis primeras visitas fueron a las cervecerías, chocolaterías, curtidurías. Torrijos se consideraba viejo para actuar activamente y pretendía descansar en mí. En cuanto al solidario se le veía raramente el pelo. Heme, pues, teniendo que compaginar los trabajos orgánicos y los de la comisaría de Trabajo que mas bien era de industria. A Torrijos le interesaba más bien el lado político de la cosa. Una noche me reconvino por no haber aceptado la vicepresidencia. Entonces comprendí lo poco que les quería a los solidarios, consecuencia de la lucha permanente en la región de nacionalistas y socialistas desde tantos años. La C: N. T. era relativamente joven en la cancha vasca. Te vas a ver metido en las querellas políticas a lo pesar-me dije mas filosofo que nunca.
Al volver a la calle Larramendi me encontró con un enlace que me envió Liqui. Los pescadores se habían dado el bote dejándoles empantanados en la montaña. Me pedía que obrase, yo con urgencia. No me anduve con chiquitas. Fui a ver a San Juan. Este había trabado amistad con Falomir, el ferroviario, compañero nuestro y muy conocido por sus dotes oratorias y que había caído casualmente en San Sebastián antes de los hechos. Falomir y el salieron para las Peñas de Aya con objeto de inspeccionar el terreno.
Luego me fui a Bidebieta y al secretario del Avance Marino, Varela; le saque trescientos fusiles y me los llevé a la Comisarla de Guerra, cuya presidencia correspondía a Larrañaga. Con éste tuve una discusión sobre el poco interés que se ponía en defender la frontera y en apoyar el movimiento que nosotros habíamos iniciado. El argumento de que no había armas ya no valía. Abajo le dejaba trescientos fusiles y que su espíritu antifascista no aria que fueran a parar a las M. A. O. C., o a Azpeitia a manos de Saseta. El reparto debía ser equitativo entre todos y emplearlos particularmente en la zona fronteriza. Larrañaga se echó a reír:
-Entonces, ¿por que no entregáis todos los fusiles?
-Ahora he traído trescientos. Dentro de ocho días tendréis otros tantos, si vemos que esos fusiles van a la frontera. Cuentos no, querido amigo.
-Bien nos la habéis metido. Pero ya lo pagareis.
-Eso lo veremos.
Bajamos juntos. Al ver los fusiles que ya habían descargado los pescadores, me dio un golpazo en los hombros con el carácter espontáneo que le guiaba. A Larrañaga le conocí un poco íntimamente cuando, con su mujer, era pupilo de la madre de Frac en los Arcos del Buen Pastor, en un cuarto piso. Era hombre de vitalidad extraordinaria y nada de extrañar que el seminario no llenara la capacidad de gastarse que llevaba consigo mismo. Tenía facilidad de palabra y carecía de complejos. La disciplina marxista le imponía determinadas labores y las ejecutaba lealmente. Dándome, pues, una palmetada fuerte en los hombros-repito-me dijo
-Estupendo. Nuestro partido, desde luego, no hubiera hecho eso. Hubiéramos pedido una contrapartida.
-Porque no somos políticos.
-A otro perro con ese hueso. Vosotros sois políticos natos. Lo que pasa es que no queréis mezclaros con la política capitalista. Pero ahora...
Ese día, 3 de agosto, el diario...

«Frente Popular»

...con grandes titulares, anunciaba la toma de las Peñas de Aya por las tropas del teniente Ortega, como una batalla ganada al enemigo. Estaba bien que no se favoreciera a ninguna de las fuerzas que componían la Junta, pero que se callara la parte activa y creadora de la C. N. T. me pareció verdaderamente injusto.
La expedición la habíamos ideado, preparado y ejecutado y ahora nos salían diciendo que Ortega era el campeón. Me preguntó si San Juan, con su manía de nombrar jefes, lo hizo así para seguir demostrando que las operaciones militares se ejecutaban gracias al Estado Mayor. Le llamó a González Inestal, presidente de la Comisaría de Comunicaciones bajo cuyo control salsa el diario. Me contestó que bajo el punto de vista orgánico era lamentable, pero que bajo el punto de vista de conducta de la guerra había que dar la impresión de buena organización militar con mandos y disciplina. En la guerra como en la guerra, ya no hay términos medios-me dijo. Su contacto permanente con los militares y el estudio de la situación le imponían una óptica diferente a la estimada hasta entonces por nosotros. Me hizo ver que una protesta nuestra en el periódico produciría un efecto desastroso y que lo dejáramos pasar. Consulté con varios militantes, particularmente con Gómez, Gaztambide y Barriobero, y llegamos a la conclusión de tragarnos la píldora.
Ese mismo día el diario publicaba una nota del Partido Nacionalista Vasco, la primera desde el levantamiento militar. Parecía que iban saliendo del estado de durmientes, como dicen los masones de algunos de sus acólitos. El 29 de julio los «mendigozailes» pedían que se alistasen los vascos en sus tropas. Ahora, los nacionalistas nos hacían ver que entraban definitivamente, con los dos pies, con nosotros. Si la historia no es linear, sino una serie de accidentes que nada ni nadie podía prever en sus dimensiones justas, la política y la diplomacia estaban mechadas de accidentes a veces imprevisibles. Al día siguiente, Finanzas anunciaba que se pagaban todos los jornales atrasados y el 6 garantizaba el pago de cheques en las taquillas de los bancos. El día 7 el diario pedía un día de haber de todos los trabajadores para completar la suscripción en pro de la guerra. Ese mismo día Madrid nombró...

al teniente Ortega gobernador civil

...de la provincia de Guipúzcoa y, naturalmente, presidente de la Junta de Defensa. No sabíamos en virtud de que informes ni en virtud de qué capacidad militar o política el gobierno de Madrid había nombrado a ese oscuro suboficial. En una situación tan difícil hubiera sido mucho mejor haber nombrado a una persona conocida con capacidad política y personalidad sólida para enfrentarse con graves problemas. Ortega se encontró con un contexto laborioso, dramático a incierto. Fue en estas circunstancias que se celebró el primero consejo de guerra contra algunos de los militares rebeldes. Un coronel, tres comandantes, un capitán, dos tenientes y un sargento. En total ocho inculpados. Seis fueron condenados a muerte y dos a cadena perpetua. Se levantaron voces humanitarias contra la ejecución. Se alegaban vicios de forma en el' proceso. Algunas personas querían volver a la época de los picapleitos, omitiendo la terrible trama urdida contra el país por nuestros enemigos. Se apeló al gobierno de Madrid, el cual, sensible a la situación se lavó las manos como Pilatos, declarando a San Sebastián ciudad sitiada, luego dueña de sus propios destinos. Había que ver como sensibilizaban esos problemas. Los unos pedían que no se ejecutara la sentencia irreparable hasta mas tarde. El día 15 de agosto fueron fusilados.
Todos los protagonistas-ejecutantes y ejecutados-sabían que el papel pudo ser a la inversa si la rebelión hubiera salido victoriosa. Algunos días mas tarde se celebró el segundo consejo de guerra. Ya las circunstancias habían cambiado. Los rebeldes decidieron apoderarse de la frontera para dorar un poco sus armas bastante pálidas desde el 18 de julio. En esta ofensiva empleaban todos los medios disponibles. San Sebastián comenzó a sec bombardeada por mar y por aire. Los aviones «Caproni» sembraron sus bombas por los barrios populares, particularmente en Amara. Los barcos de guerra «España» y Almirante Cervera» tomaron la costumbre de bombardear la ciudad a la caída de la noche. Era impresionante distinguir a lo lejos el fuego alumbrado por el disparo de los cañones en la cubierta de los barcos y oír luego el silbido y la explosión de los obuses. Estos bombardeos exasperaraban a los habitantes. En estas condiciones la condena de los militares en este segundo proceso no seria clemente. Así fue. Los seis militares fueron condenados a muerte. Las mismas voces que durante el primer proceso se levantaron para defender a los militares volvieron a protestar del fallo. Tales argumentos carecían de base política para que el representante militar, San Juan, conmutase la pena. Todo hecho histórico debe tener en cuenta el tiempo y el espacio, las corrientes dominantes en ese instante a incluso el gesto irracional de un pueblo que desconoce toda clase de reglas. Existe un conjunto, un núcleo de relaciones, en el instante histórico. Lo económico y lo político no son autónomos y se ven rodeados de otros elementos, incluso el sexual, o su rechace. Viendo las pasiones que engendraban estos hechos era evidente que un elemento por sí solo no dirigía la historia. Los militares fueron fusilados y así desaparecieron los principales personajes del levantamiento en San Sebastián-salvo Vallespín, fugado-que crearon el caos, la revolución, el miedo y la venganza. El 19 de julio las conversaciones entre militares y civiles estaban impregnadas de cierta cordialidad y de no romper los puentes definitivamente.
Nadie duda que los condenados tenían a su favor un gran argumento: ricos en hombres y en armamento-centenas de fusiles, baterías del quince y medio, ametralladoras-no atacaron San Sebastián con todo ese complejo de armas. Su terrible drama lo creó la falta de convicción precisamente. La gran parte no eran fanáticos de la causa rebelde. Y, sin embargo, la apoyaron. Misterios del alma humana y del contexto social. Tuvieron al alcance de la mano las posibilidades de ser victoriosos y fueron vencidos más que nada por el aspecto suicida del pueblo desarmado. En su conciencia debieron producirse graves contradicciones.

23. INTERES DE LA FRONTERA
Según el mariscal St. Cyr, la guerra es un arte para el general, una ciencia para el oficial y un oficio para el soldado. Pues bien, el ejército popular empleaba únicamente la espontaneidad y el sacrificio.
M. Ch.

A la hora del crepúsculo, bello sol poniente iluminaba con reflejos rojizos las cumbres cual inmensa chorrera. Las nubes, vestidas de rosa, presentaban la tonalidad de una decoración ingenua. Y cuando el sol, prosiguiendo su marcha por su orbita se ocultaba por la parte del mar, ajeno a la sensibilidad estética de los hombres, llegaron la treintena de jóvenes-entre ellos varias muchachas que enviamos a las Peñas de Aya con objeto de paliar la deserción de los pescadores. Este hecho negativo fue motivo de discusión en la organización e hizo que se apuntara ya la necesidad de disciplinarse y de responsabilizarse lo mismo en lo militar que en lo civil. Se desparramaban demasiadas energías por la falta de gente capaz de definirse con capacidad militar. La noticia, avanzada por mí, de que la Junta de Defensa haría lo posible por reforzar nuestras posiciones, satisfizo un tanto la esperanza de aquellos hombres perdidos en las alturas. Además les explique que comunicaran las últimas noticias de Madrid. El gobierno central iba percatándose de la necesidad de salvar el Norte y de sacarle de aquella situación precaria. Los nacionalistas vascos trabajaban en la corte en una dirección: la de obtener la autonomía, o sea, el lado político del problema. A la C. N. T. eso no le disgustaba. Lo que nos molestaba es que se despreocuparan del aspecto militar por incomprensión y, a nuestro juicio, falta de lucidez. El terreno perdido sería difícil. de conquistarlo. Y si obtenían la autonomía sólo dominarían en una parte del País Vasco. El gobierno de Madrid no perdía de vista este segundo aspecto y comunicó a la Junta de Defensa que tomaría disposiciones para ayudarla militarmente.
La noche desplegó definitivamente la capa negra. Se doblaron los centinelas. Ante un enemigo avezado a la montaña toda precaución seria bienvenida. Y, sobre todo, en las avanzadillas del lado de Oyarzun recibieron órdenes rigurosas de no dormirse en las pajas. No obstante, antes de dormirse soñaron en que pronto habría más coordinación en los esfuerzos dejando de lado el lado esporádico en el que primaba la iniciativa de un grupo o de un hombre. Creían-quisieran creer-que todos comprenderían la necesidad de un sacrificio mayor y que ya no se trataba de largar discos dialécticos más o menos elegantes y atrevidos. La letra menuda, como decía tan gráficamente Liquiniano estaba de más. Había que comprobar la nueva realidad. El frente estaba en plena montaña, tan diferente de la encrucijada callejera y que delante teníamos a un enemigo pertrechado, fanático y disciplinado. La retaguardia debía reaccionar en consonancia. Ya se vivía en guerra y aunque era un hecho indigesto, penoso y detestable, había que digerirlo. Estas esperanzas anudaban más estrechamente a aquellos hombres y mujeres. Y tanto más que creían a Europa capaz de favorecer la causa republicana.
Ganados por el internacionalismo obrero, veían a España siendo uno de los baluartes contra el fascismo. El enemigo había cedido en la presión por Oyarzun. La vía férrea la aprovechábamos para tirotear las posiciones rebeldes por medio de lo que llamábamos pomposamente el tren blindado. La locomotora con su tender, bien protegidos, corría entre Irún y Rentería, demostrando que el enemigo no tenía capacidad ofensiva. La carretera nacional se podía aprovechar, pero por medida de precaución se daba la vuelta por Lezo para salir a Gainchurizqueta.
La noche transcurrió sin novedad. De las sombras iban surgiendo las crestas del relieve montañoso con aspecto rugoso y áspero. Los barrancos seguían aún en las sombras creando un claroscuro natural de pintor inconsciente. A los primeros rayos de sol un grupito de los de abajo salieron de reconocimiento. En lugar de dirigirse por la cañada siguieron a media altura abriéndose paso por una naturaleza generosa. Al doblar un altozano divisaron a corta distancia un caserío. En derredor, la tierra cultivada estaba salpicada de frutales: cerezos, manzanas y nísperos. Por abajo corría un arroyuelo que en invierno se transformaba en torrentera, cuyas huellas visibles lo demostraban. Era sorprendente ver en aquel lugar tan aislado una célula familiar trabajando la tierra lejos del mundanal ruido.
-¡Increíble!-exclamó Iglesias sin quitar la vista de la casa de piedra dura y de tejas rojas y achatadas.
-Ya se ve que eres ciudadano-le replicó Liqui. No hay nada de increíble en eso. En la cumbre más puntiaguda y en el barranco más hondo hallarás ejemplos vivos de esta raza vasca. El mundo para ella es la familia, eje alrededor del cual giran todas sus actividades. ¡Qué apego al terruño! Carácter y voluntad son necesarios para organizar en este aislamiento, encajonados entre montanas.
-No obstante, hallar trazas de civilización en medio tan rudo e inhóspito, donde todo invita a la deserción, sencillamente parece fabuloso.
-¿Qué es para el montañés una carrera de horas? Entra en sus costumbres.
-Pero tan lejos de todo y de todos...
-Mira, en mi niñez; acompañado de tío Teodoro recorría caseríos de las faldas de Escoriaza. Pues bien, los casheros estaban satisfechos de vivir así, con la tradición y el culto de la tierra. No puedo negarlo, les admiro por conservar la personalidad casi intrínseca a través de los siglos.
Un ciudadano más que sorprendido:
-¿Y cómo llegan a construir estas casas tan estupendas en la soledad?
-Por solidaridad de tribu y espíritu de familia. Unos prestan los bueyes, otros los carros, los demás hombres y trabajo. Una organización primitiva, pero eficaz en esta geografía.
Un madrileño, recién llegado a la capital donostiarra:
-¿No es una paradoja? Siendo marino audaz y temerario, cómo puede amar al terruño...
Aleccionados por el otro caserío, iban acercándose a él lentamente. Ya estaban a una cincuentena de metros. Divisan algunas macetas en las ventanas color de chocolate y en un ángulo una ristra de pimientos de rojo vivo. Por una puerta entreabierta salió una jovencita de pelo largo que le cae por la espalda en dos trenzas. Llevaba en la mano un balde vacío, sin duda para buscar agua.
-Egun on-gritó Liqui en vasco.
La niña se volvió amedrentada. Con cara de susto les hizo señas de que se alejasen.
-¡Cuidado!-gritó instintivamente el madrileño.
Cuerpo a tierra ya, las balas pasaron silbando cerca de sus cabezas. Arrastrándose fueron a refugiarse detrás de un talud, de donde respondieron al tiroteo. Luego decidieron retirarse dejando a dos hombres con objeto de conocer las intenciones del enemigo. Hicieron bien. Poco después de llegar a las avanzadillas, los dos patrulladores anunciaron que un grupo enemigo, bastante numeroso, avanzaba desplegado en guerrilla por las faldas y el barranco próximos. No tardo en establecerse el contacto. Siguió nutrido tiroteo. El enemigo no insistió.. El eco de los disparos se prolongaron por este anfiteatro salvaje a inhumano, donde la vida brotaba y moría sin adquirir el esplendor de un bosque denso ni ataviarse con rica gama de árboles y copas. Sobrevivía al amparo de algún agente favorable. Las altas crestas escapaban en su indómita arrogancia al triste suspiro de las gargantas.
Las intenciones del enemigo se perfilaban. Ya se movía por la parte de Villafranca de Oria y en Pamplona se hablaba de tomar San Sebastián en breve plazo y de vengar a los militares del cuartel de Loyola. Ahora tenía ocasión la Junta de Azpeitia de cortar el paso de los navarros hacia ese cogollo del País Vasco. El cambio del tiempo arrugo el entrecejo de los responsables. Las cumbres se envolvían con manto vapóreo. Todo el panorama se volvía plomizo y triste. Las nubes empujadas por altas corrientes se trasladaban veloces metamorfoseándose en figuras siniestras y amenazadoras. No estando. preparados para pernoctar en malas condiciones de intemperie veían en la lluvia un cómplice del enemigo. Y cuando comenzó a llover cada cual se buscó un refugio a lo troglodita. El crepúsculo fue corto. La noche cayó rápidamente. Fuerte viento silbaba por los barrancos y cumbres la rabia por la resistencia ofrecida. Las notas inarmónicas, con sádico gusto, dejaban ecos prolongados. La borrasca preludiaba una noche toledana. Habría que abrir el ojo más que de costumbre.
Los primeros reflejos pálidos del amanecer auguraban un día gris. Todos estaban ateridos en las posiciones y literalmente mojados pese alas prendas de abrigo. Reaccionaban dando saltos y frotándose el cuerpo. De pronto
-¡Cuidado! Los requetés-grito un centinela.
Aprovechando las sombras de la noche el enemigo se había acercado a las posiciones. Atacó desplegándose en semicírculo. Dada su potencia de fuego era bastante numeroso.
Los jóvenes respondieron agarrándose a las rocas y defendiendo el territorio. El enemigo se acercaba cada vez más. Liqui envió a Roque con el fusil ametrallador a una loma que quedaba un poco por detrás de los requetés ordenándole:
-¡Corre allá y descarga hasta la ultima bala!
Algunos requetés estaban ya cerca de las posiciones. Con sus boinas rojas presentaban buen blanco. En esos casos ya se sabía: o se sostenía contra viento y marea la posición o se tomaba las de Villadiego. En ese instante critico comenzó a tirar el fusil ametrallador de Roque. Temiendo ser envueltos, los navarros se retiraron dejando dos muertos. Nosotros tuvimos un muerto y tres heridos. No cabía duda, el enemigo había venido a tantear el terreno. Liqui decidió retirarse a las Peñas de Aya, cuya defensa se había mejorado con fosos. A media tarde, los navarros atacaron esta posición indispensable para dominar la frontera. Gritaban como energúmenos invocando a Dios: ¡Dios. es justo! ¡Dios es vengador! ¡Viva Cristo Rey! Se movían con la agilidad del gamo de un lado a otro buscando un camino protegido de las balas. A los gritos de los navarros les contestaban con:
¡Viva la República! ¡Viva la Anarquía!
El ataque duró dos horas. En la posición se hizo un consumo de munición enorme. Incluso tiraron granadas para ahuyentar la idea del asalto. Poco después estaban reunidos los responsables y decidieron dejar unos pocos hombres al mando de Roque, quien se había mostrado intuitivo en la colocación de los hombres durante el combate. De sacrificarse, si sacrificio hubiera, valía más que el número fuera reducido. A nadie se le ocurrió abandonar la posición. Ahora se veían confrontados con situaciones que ni remotamente hubieran imaginado unos días antes. La guerra presentaba su faz descarnada. Allí no había dimes y diretes, si no situaciones a resolver espontáneamente. Dejando un destacamento reducido se dirigieron hacia Pikoketa al amparo de las sombras de la noche. Marchaban despacio, sin gran convicción, rotos los resortes del cuerpo, creyendo que habían tenido un revés. La moral del combatiente no crece cuando se retira. En ellos iba rumiando la idea de que la guerra iba a entrar en una fase dura. Se imponía la necesidad en el campo republicano de hacerla con todas las de la ley. Al unísono comprobaban la determinación del enemigo, disciplinado y mandado por hombres que sabían hacer la guerra y que necesitaban una victoria rápida para dorar los laureles hasta ahora marchitos. Descansaron en una vaguada y al amanecer estaban en la base de Pikoketa. De pronto un tiroteo intenso y unas explosiones resonaron en la cumbre que acababan de abandonar la noche anterior. Iglesias corrió hacia una loma con objeto de perforar el misterio del espacio. El silencio que siguió les parecía poco halagüeño. Y cuando el sol rompió definitivamente las sombras divisaron la bandera roja y gualda de los requetés flotando al viento, retadora, en la cima de las Peñas de Aya. Esta visión les estimuló de pronto. Se había acabado un episodio. Ya no se podía volver atrás.
Esas montañas les desafiaban más que los propios navarros. Pensaron en Roque y sus compañeros, muertos o prisioneros de los requetés. Y San Sebastián que no decía esta boca es mía enviando contingentes de fuerzas. La guerra tenía una trama honda y complicada y cada movimiento en la montaña necesitaba un plan. No obstante, temían que la debilidad de las fuerzas populares en armamento representaría grave «handicap».
En Pikoketa se encontraron con los primeros hombres no cenetistas que venían a defender el terreno. Hablaron vagamente de la defensa de Irún dirigida por franceses. Comunicaron que el suboficial de carabineros Ortega había sido nombrado gobernador civil de Guipúzcoa, reemplazando a Artola, dimisionario, incompetente por falta de carácter y decisión frente a los acontecimientos.
Esta noticia les alegró. Lógicamente el suboficial haría lo imposible por defender la frontera. ¿Quien mejor abogado que el suboficial? Ahora la línea que se estaba formando en Pikoketa, como núcleo central esta montaña, estaría mejor guarnecida. Ya iban llegando otros nombres, otras armas también, pero no suficientemente para detener a los rebeldes. La artillería entró en juego. Por la parte nuestra con muchas deficiencias, pues éramos incapaces de hacerlas funcionar. Hay que ver lo que costó encontrar gente conocedora de cañones. Las magníficas piezas del quince y medio cogidas en Loyola estuvieron bastantes días sin ser empleadas por esa carencia humana. Poco a poco se fueron reclutando antiguos artilleros que prepararon las piezas del fuerte de Guadalupe y algunas de Loyola. Los rebeldes también la emplearon y con mayor eficacia. Pikoketa y Erlaiz eran bombardeadas sistemáticamente. Y por primera vez aparecieron en las montanas vascas tropas moras. Quizás antes que los republicanos, los rebeldes habían comprendido el interés fundamental de la frontera y sacaron los medios más idóneos para conquistarla. Conclusión. El campo republicano tardó en reaccionar en bloque con objeto de defender Pikoketa y Erlaiz que pasaron a manos de los navarros, situando en posición critica a Puntxa, San Marcial a Irún. Los rebeldes avanzaban despacio, pero avanzaban. Y ello se debía a que tenían una estrategia superior. Sabían dónde pegar y cogernos desprevenidos. Esta fue la lección de los primeros días de combates en las montañas vascas y, probablemente, por toda España. En las luchas callejeras fuimos superiores, pero en lo específicamente militar nos la daban con honda. El relieve accidentado favoreció la defensa, pues para apoderarse de Pikoketa y de Erlaiz tardaron casi quince días: Cada loma y cada macizo fueron defendidos con ahínco con gentes que venían desde fuera, de Bilbao, de Asturias y algunos franceses que venían ganados por la epopeya vivida durante los primeros días en Guipúzcoa. Hacia el 22 de agosto podría decirse que el frente iba desde Oyarzun, casi en línea recta hasta la frontera, situándose frente a la cresta de Puntxa y a la colina de San Marcial. Los aviones «Caproni», que tan importante papel desempeñaron en la invasión de la península por las tropas de Franco, hicieron su aparición también en esta zona. La reacción de los combatientes frente al ataque aéreo fue normal. Al principio causaban pánico ver brillar en el cielo las bombas que le iban a uno a estallar alrededor. A todo se aclimata uno, hasta a jugar con la muerte. A la aviación le siguió la marina. Aparecieron el acorazado « España», el único con que contaban los rebeldes, los destructores «Velasco» y «Cervera».
Las pocas unidades navales que poseían las hacían maniobrar en función de las necesidades, mientras que nosotros, con la mayor parte de la flota, no sabíamos buscar objetivos para que los cubriera, sea atacando Galicia, parte de Asturias o trayendo al País Vasco la serenidad que da la fuerza. Esos tres navíos bombardeaban la costa vasca sin encontrar el menor enemigo. No cabía duda que en materia militar teníamos que aprender mucho de los de enfrente. No obstante, a fuerza de sacrificio y de resistencia las tropas nacionalistas no ejecutaban un paseo militar. Y la finalidad de asfixiar la costa cantábrica adscrita a la causa Repúblicana iba a costarles mas de lo previsto. Estos reveses produjeron una reacción antiideológica en la C. N. T....

La unificación de las milicias

... de la C. N. T. Acabadas las luchas callejeras en las que éramos maestros, el hecho de encontrarnos en las montanas frente a un enemigo disciplinado, con mandos capaces, nos obligaba a tomar nuevas disposiciones en materia militar. Se iba evidenciando lo que me dijo González Inestal: una concepción militar de la guerra. Y antes de llegar a la unidad de mando había que pasar por la unidad de las milicias de la C. N. T. El 17 de agosto publicamos en Frente Popular la decisión de esa unidad. Claro que de la teoría a la práctica había buen trecho. Sin embargo, indicaba ya la dirección que iba a tomar nuestra organización en cuanto se reajustase la estrategia militar y los métodos de combate. La necesidad era buena consejera y me recordaba a los filósofos que predicaban la necesidad como elemento motor de las actividades humanas. A este respecto, Horacio Martínez Prieto, delegado de Sanidad de la C. N. T. en Bilbao, creó la Carta del combatiente que sirvieron de base a los batallones de nuestra organización cuanto se militarizó el País Vasco por acuerdo del Gobierno Vasco. La creo durante el mes de agosto antes de que fuera enviado, como representante del Frente Popular en la zona republicana para buscar el abastecimiento de la región. Y tomó Para ello como base la Carta del Militante, que González Inestal había propuesto a la organización donostiarra poco antes del levantamiento. Todos estos datos mostraban que nuestra organización sabia analizar las situaciones y pretendía adaptarse a las circunstancias. Nuestro acuerdo de unificar las milicias no tuvo gran efectividad en el frente fronterizo, porque el enemigo nos impedía tomar el menor reposo para organizar sobre nuevas bases, digamos, más militares. Eso significaba la planificación de la guerra y que la afinidad de grupo bajo el guía del buen militante quedaba sobrepasada por la feroz realidad que se burlaba de todas las ideologías habidas y por haber. La guerra entraba en el periodo de la pragmática pura, con la única finalidad de hacer la guerra para probar ganarla. En la gran empresa en la que estibamos metidos, la C. N. T. y la F. A. I. iban perdiendo jirones ideológicos en bien común.

24. SAN MARCIAL
Esos muertos han despertado a los vivos, les agitan tempestad irresistible.
Edgar Quinet

A San Marcial, colina situada en la misma frontera, cerca de Irún, la domina la cresta de Puntxa, bien fortificada y eje central de la defensa republicana. A los pies corre el Bidasoa, río conocido desde la antigüedad, tan lleno de historia por ser testigo de grandes acontecimientos. Su recorrido irrisorio, 65 kilómetros, de los cuales los diez últimos sirven de frontera hasta el estuario enlodado en marea baja que forma la bahía de Chingudy. Poco antes la isla celebre de los Faisanes recuerda la decoración de Velázquez para servir de buena acogida a las conversaciones sostenidas con vistas al tratado de la Paz de los Pirineos. La situación geográfica de ese estuario confería al Bidasoa el privilegio de que los hombres se interesasen por él. Estrabon, Ptolomeo y Plinio el Viejo lo mencionan como lugar codiciado por los estados. Grandes capitanes prepararon batallas sirviéndose de su posición estratégica. Y hombres políticos jugaban con esa línea hidrográfica para concebir convenios internacionales. Pues bien, San Marcial no le iba a la zaga en cuanto a la fama. En sus faldas accidentadas y en la cima ondulada se habían librado batallas decisivas. Como en otras tantas ocasiones, el calendario católico sirvió para bautizar lugares de batallas. El día de San Marcial marcó la más dura batalla de la historia de esa colina. De ahí su nombre y que éste fuera el santo patrón de Irún. Punto estratégico de la vía de invasión hacia el sur peninsular, San Marcial había entrado en juego en cada combate fronterizo. Ahí sufrieron grave derrota las tropas napoleónicas, tan bien contada por el conde de Toreno, y el mismo Wellington declaró que la victoria de San Marcial permitía ya la posibilidad de rechazar a los franceses del suelo español. En 1936 se repitió la batalla entre españoles. La llama heroica de un pueblo que no quería morir bajo el yugo de una dictadura militar se incendió espontáneamente. Sin disciplina ni técnica militar, sin directivas formales, pese a las buenas intenciones de románticos revolucionarios franceses, se organizo empíricamente la resistencia. Le guiaba el sentimiento de justicia y de libertad, entregado a si mismo por un enemigo catapultado por alemanes a italianos. Reaccionaba así maravillosamente inocente contra el destino cruel y contra la ingratitud democrática, particularmente la inglesa y la francesa, lanzando un desafío a propios y extraños. El enemigo nacionalista, requeté, monárquico, capitalista, ultramontano, era el abanderado del fascismo internacional y el vehículo de la ignominia y del deshonor españoles.
Después del fracaso italiano, alemán, austriaco y francés, España suponía el último baluarte europeo de espíritu revolucionario. Por este motivo, reaccionarios y revolucionarios de toda Europa se interesaron por la lucha intestina de los españoles. El problema ibérico representaba un complejo fabuloso: posición estratégica para los estados mayores, sólidas ventajas económicas de algunas grandes potencias, esperanzas revolucionarias del izquierdismo y tenacidad del catolicismo. La guerra era seguida a la lupa por observadores oficiales y oficiosos. Madrid, Sevilla y luego Burgos, fueron rodeados por extranjeros que sólo estaban atentos a sus intereses. Al mismo tiempo, ofrecíamos un espectáculo nada trivial a los veraneantes de la costa vascofrancesa. Miles de curiosos se asomaban a las alturas de Biriatu, Behobia y Hendaya. Prismáticos en ristre, seguían las incidencias de la lucha que tendía a afirmarse en la orilla izquierda del Bidasoa. Posiblemente esos espectadores no descubrían el fuego ideal que animaba a los combatientes. Quizás no creían en ningún ideal y sólo venían a gozar el espectáculo dado por la raza española, orgullosa en su decadencia, mísera en sus afanes de grandeza, intolerante en sus visiones políticas y religiosas. Luego, probablemente, frente a una mesa bien guarnecida con platos aderezados convenientemente, escucharían notas de música plañidera o marcial, comentarían la «drôleriei» de los españoles, siempre metidos en querellas intestinas, poniendo en peligro el equilibrio europeo.
Las potencias de Europa decidieron solemnemente, quiere decirse hipócritamente, que la guerra civil era un problema que lo debían dirimir únicamente los españoles. Con gran hipocresía y cinismo se declaraban neutrales, cuando era del dominio público que los gobiernos alemán a italiano estaban enfrascados en la pelea, con objeto de rodear a Francia con otra frontera amenazadora: la española. ¿Qué haría Francia con tres fronteras enemigas, la alemana, la italiana y la española? Sucumbiría sin combatir ante las exigencias alemanas. Inglaterra, por su parte, con su clásico trabajo solapado, conocía mejor que nadie el proceso de la rebelión. No en balde un agente de la Intelligence Service había pilotado el avión que llevó al general Franco desde Canarias a Marruecos, donde el general felón mandaría las tropas sublevadas. Daba grima ver que Francia estando aislada fuera la que tomase la iniciativa de crear el Comité de No Intervención, tan fatídico y monstruoso para nosotros. El día 3 de agosto fue un día de luto para el izquierdismo europeo. Por algo nosotros lo llamamos gráficamente el Comité de Cerrar los Ojos y Ver. Y coincidiendo con esta fecha fatídica, los rebeldes emprendieron la ofensiva contra Irún. Como la criada les había salido respondona en los puntos claves de la península, querían obtener una victoria de prestigio para regatearla con sus aliados. Bien es verdad que los efectivos empleados no eran muy numerosos por una y otra parte por razones de carácter nacional únicamente. En quince días se fueron acercando los reaccionarios a Irún, Ilegando a Ventas y acercándose a Puntxa y a San Marcial.
La junta de Defensa había comprado algo de armamento en el extranjero. Esperaba por parte del gobierno de Madrid un envío sustancial que daría a las fuerzas republicanas un potencial de fuego valioso. La vecina Vizcaya envió algunos hombres armados, así como los santanderinos y asturianos, estos últimos muy arrojados.
Y a medida que el frente se iba acercando al puente internacional, el fuerte de Guadalupe, tradicional vigía de esta zona, sito en el monte Jaizkibel, dominando la línea fronteriza durante varios kilómetros, hacía tronar la batería de cañones. En Europa se hablaba de la batalla de San Marcial exagerando mucho. Se hablaba de heroísmo por parte de las izquierdas. De valor por las derechas. El caso es que los periódicos se interesaban por la marcha de las operaciones. Ortega, el nuevo gobernador, el suboficial de carabineros, promovido a teniente por el gobierno de Madrid, tomó muy en serio su papel de presidir la junta de Defensa. Todo el Norte esta interesado por la suerte de este paso fronterizo. Por eso en Puntxa se resistía sin ceder una sola pulgada. Se hablaba de héroes, sobre todo en el extranjero. Yo me di cuenta de cómo se pueden fabricar héroes por medio de la propaganda. Los comunistas lo habían encarnado en Cristóbal, un irunés, majo y valiente. Los nacionalistas en Saseta, de quien se decía sería un futuro Zumalácarregui. En realidad todavía no había surgido de las filas populares el genio militar que se impusiera por sus dotes morales, combatientes y agallescas. Todo se hacía espontáneamente y con la autoridad de quien se consideraba como más apto a dirigir las operaciones.
Frente a Puntxa, el puesto fronterizo un tanto fortificado, los dos adversarios se empecinaban y cada día se empleaban más fuerzas. La resistencia de los republicanos en San Marcial, resonaba por toda la nación y hasta el mismo gobierno se hacía partícipe de la emoción general. A las reiteradas y patéticas peticiones de la junta de Defensa correspondió con el envío de varios vagones de armamento, vía Francia. Estas semanas de lucha guerrera enseñaron al miliciano que el alambre espino y la zanja coadyuvaban en el arte militar. Fue un progreso. El pico, la pala, el saco terrero y el fusil se empleaban en esa defensa un tanto desesperada. Un hecho vino a aguar la moral. Ante la sorpresa de los combatientes, varias salvas de la batería de Guadalupe cayeron en las trincheras republicanas. Aquello era una traición o un error. La reacción fue brutal. Toda la guarnición fue pasada por las armas. No se juega con la guerra. Se habló de salvajismo. Es muy fácil hablar desde la retaguardia y presentarse limpio de reproches. Los muertos en nuestras trincheras fueron vengados. Y que difícil fue encontrar gente capaz de mandar el tiro de los cañones de Guadalupe. Por fin se pudo dar con Modrego, militante socialista que sabía algo de estas cosas. De obrero en la fábrica Michelín de Lasarte pasó a mandar la batería de Guadalupe. Quizás la batería no seria eficaz, pero ya no nos haría daño.
La lucha ganó en intensidad. El enemigo hizo intervenir las tropas africanas. Los regulares se lanzaban al ataque con el fusil en bandolera o en las manos levantadas, dando gritos de guerra agudos. Los componentes del tabor de regulares, como los navarros antes, se quedaban en el camino sin pisar las trincheras populares. Las faldas de las montañas próximas a San Marcial quedaban sembradas de cadáveres. De pronto, la fiebre aumentó en San Marcial. Corrió el rumor de que en Hendaya se hallaban varios vagones de material de guerra. La moral creció instantáneamente. Se fue a ver a las autoridades francesas para que se aceleraran los trámites de paso.
Accedieron y los ferroviarios franceses se prepararon convenientemente para que los vagones llegasen a Irún. Nuestra ingenuidad no tenía limites. No nos percatábamos que la tragedia nos acechaba, que internacionalmente nos preparaban el mazazo. El gobierno francés, adelantándose a los acontecimientos-el Comité de No Intervención no había celebrado la primera reunión-, decidió impedir el paso de las armas por la frontera de Hendaya, aunque pertenecían a los españoles. Se habló de la presión del gobierno ingles. La realidad era que no se nos quería en Europa. En ese mismo instante los aviones italianos bombardearon todas las crestas de la frontera y algunas bombas-colmo de la ironía-cayeron en territorio francés. ¿Juego diplomático? Más bien confabulación internacional para yugular el movimiento popular que aparecía como peligroso para la estabilidad del equilibrio europeo. Estimando injusta esta medida, los combatientes esperaban que los vagones, cuyos techos descubrían desde las alturas acabarían por pasar la frontera. Espera vana teñida de colores dramáticos. Así fueron comprendiendo que estaban entregados a si mismos por haber proclamado muy alto un ideal, por haber creído en el honor de los hombres.

A Liquiniano esta negativa francesa le pareció una bofetada. Descubría graves amenazas en el campo internacional. No había Perdido la fe, ni mucho menos, pero el hecho le pareció sintomático. Los socialistas y los comunistas no sabían explicarnos esta actitud del gobierno francés. Estaban cogidos entre la espada y la pared. Los hilos diplomáticos se nos escapaban por ser revolucionarios, ajenos al juego sutil a hipócrita de las cancillerías. Yo tuve una explicación ruda con el viejo Torrijos. En él, el idealista chocaba con la necesidad de defender a León Blum. Con entonación dura de espeté:
-Ya no luchamos contra los sublevados, sino también contra Europa. ¡Comité de No Intervención! ¡Vaya mejunje indecente!
-Las democracias terminaran por ayudarnos. Francia no permitiría que en España se instale el fascismo...
-Lo dudo, Torrijos. Ese material que tanta falta nos hacía, se ha quedado delante de nuestras narices.
Torrijos creía en Francia. Estábamos en 1936 y los golpes militares se producirían en Sudamérica o en otro rincón del globo, pero en un lugar neurálgico de Europa no podía romperse el equilibrio de fuerzas sin volver al punto de partida.
-El Frente Popular francés no se cruzara de brazos.
-Acaso, pero si interviene no lo hará con la misma audacia que el fascismo. Este da la cara.
-El Comité de No Intervención alargará la contienda. Eso es todo.
-Olvida usted a la pérfida Albión. No entiendo mucho en política extranjera, pero estos tinglados de comités y comisiones me dan mala espina. Los demócratas son cobardes por conservar el pequeño bienestar que han conquistado. Conservadores, sus miras reflejan raquitismo vergonzante. Yo creo que les molestamos durante su laboriosa digestión.
-¡Que cosas tiene usted! ¡Vaya pesimista! Eche una mirada al mapa de España. Tenemos más superficie que los rebeldes, más población y la industria nacional en nuestras manos. Aunque perdiéramos San Marcial...
Torrijos se calló, quizás asustado por la idea expresada, aunque inacabada.
Los primeros días de septiembre se presentaron críticos. Viniendo de Navarra, heraldos de funestos hechos, surgían Los Cabroni, como le llamaban los milicianos, con aires de rozar las crestas. Portadores de mortífera carga, marcaban con su vuelo la línea de la frontera. El silbido de las bombas y las explosiones se mezclaban con el zumbido ronco de los motores. Regaban de bombas las trincheras con una impunidad rayana en juego infantil. El humo y el polvo envolvían las posiciones republicanas. Un olor acre penetraba desagradablemente en los pulmones. Los aparatos, siguiendo su trayectoria, bombardearon luego Irún. Y desde lo alto de las montañas distinguieron los fogonazos de las explosiones, seguidos de densas columnas de humo que ocultaban la ruina de casas. El espectáculo era hipnotizador. Observar la progresión de los aviones por medio de las explosiones. En todos brotaba la misma concepción. La aviación se presentaba como terrible arma de destrucción y de combate. Y comparaban esos aviones modernos con el miserable biplano que despegaba en el aeródromo de Lasarte Para reconocer las posiciones rebeldes. Los milicianos le llamaban «El abuelo», por pertenecer a la promoción de la guerra de 1914-18. Sólo era capaz de cargar una bomba de diez kilos debajo de las alas. El piloto era un héroe.
Al bombardeo aéreo siguió una lluvia de morterazos. He aquí otra arma que se presentaba terriblemente eficaz: el mortero. En las filas populares abría brechas por el piloneo y la puntería. El enemigo preparaba un nuevo ataque. Era la táctica. Así fue. No tardó en salir de sus posiciones a pecho descubierto dando gritos de ánimo para enardecerse.
-Dejar, dejar que se acerquen--gritaba Juan, pegado a una ametralladora pesada.
Los moros avanzaban falda arriba. El les seguía con la mirada sin perderles de vista ni un segundo.
-¡Venga, muchachos! !Fuego!
Las balas sembraron de cadáveres las filas de los atacantes, Pero siguieron avanzando. Unos se acercaban ya a las alambradas, mandados por un oficial, para cortarlas y favorecer el asalto de las trincheras.
-Preparar las piñas-gritó Liquiniano en medio del tableteo de las ametralladoras.
Los milicianos se las quitaban de las cinturas y desde la misma trinchera las arrojaban contra los asaltantes. En medio de un ambiente atronador el asalto fue contenido una vez más. El enemigo se retiró bastante diezmado, dejando en las alambradas y en toda la falda cadáveres. Ya restablecido el silencio de las armas, los milicianos se reían alegremente comentando las incidencias del combate con la delicia de haber salido del peligro. Juan, rozando el tubo de la ametralladora con los dedos, gritaba:
-Está ardiendo... No se puede ni tocarlo.
-Qué manera de escupir-subrayó Liqui. Si tuviéramos veinte como ésta, ya podrían venir, ya...
La trinchera formaba una curva pronunciada. A una de las puntas llegó un miliciano sudoroso y jadeante. Antes de hablar, se pasó por la frente el pañuelo sucio. Ya más tranquilo
-¿Dónde está Liquiniano?
-En la otra punta.
-Su hermano José Antonio ha muerto.
-¿«El Boti»?
-Sí. Y con él toda la patrulla. Salieron en reconocimiento para conocer la posición del enemigo.
-¿Habéis recuperado los cuerpos?
-Alguno que otro-confesó evasivamente el miliciano.
Roque y Pepe quedaron consternados. Se representaban a José Antonio con sus diecisiete anos, robusto, optimista, sonriendo a la vida con la intensidad del animal bien dotado por la naturaleza. Valiente, inteligente, el hermano mayor le idolatraba.
-¿Cómo decírselo?-interrogó en voz alta Ramiro, sabedor de la hipersensibilidad de Liqui. !Que mala leche!
-Ya me encargaré yo-murmuró Pepe, absorbido en sus pensamientos dolorosos.
La muerte de José Antonio, el popular « Boti», apodado así porque trabajaba en una farmacia de Hernani, le produjo a Pepe una extrapolación de sentimientos. Tan joven, tan entusiasta, tan entregado a la revolución. Cómo sacaba de la botica productos químicos para fabricar explosivos. La lucha se presentaba cada vez más exigente. El mismo, Pepe, podía desaparecer en cualquier ataque enemigo. En ese instante se creía egoísta por haber abandonado a la familia sin el menor atisbo de remordimiento. Un mecanismo mental impreciso le ponía en relieve las atenciones de la madre. No; la lucha no era todo. No se debía echar por la borda un pasado de sensaciones y recuerdos. Las otras muertes que habían acompañado las andanzas por las montañas no le habían producido el choque moral sentido por la desaparición de José Antonio, mejor dicho, de los diecisiete años del desaparecido. Al amar a la vida creta tener relación estrecha con cuanto le rodeaba.

25. BOMBARDEOS POR MAR Y POR AIRE
Hay que agradecer a nuestro pueblo y a nuestros combatientes por el hecho de sobrevivir a los primeros desastres de la guerra.
Khrouchtchev

El frente abierto por el enemigo al sur de San Sebastián no tenla historia. Los rebeldes avanzaban con mucha cautela, sin prisa, faltos de posibilidades. Por esa parte descendían de las montanas no con ímpetu, sino con calculo. Con paso de tortuga progresaban, depurando la retaguardia de elementos nocivos para la paz de cadáveres que pretendían imponer en el país. Junto al soldado llegaba el policía y el tribunal. Los pueblos del Alto Goyerri fueron los primeros en sufrir las humillaciones de esa morbosa conformación espiritual. Las primeras mordeduras del diente reaccionario no tenían nada de persuasivo ni de magnánimo. En las montañas de Goyerri, de gran tradición vasca, los dos espíritus, aunque hermanados-el vasco y el navarro-se repelían por curiosidad o error histórico. Tolerante y progresista el guipuzcoano. Fanático y cavernario el navarro. Este ultimo, quizás, por haber sido Estado y sentir la nostalgia del poder absoluto.
Pese a que el sistema orográfico permitía una defensa firme y escalonada, las milicias municipales, por falta de dinamismo, por no estar aguerridas en la lucha social como San Sebastián, se iban retirando delante del enemigo sin ofrecer resistencia. Las moles que rodean a Tolosa, entre ellas el Hernio, mas tarde la de las Ventas de Garate, luego el Buruntza, no representaron el papel defensivo, que en las guerras carlistas cumplieron. Así iban pasando a manos de los rebeldes los pueblos industriosos a poca costa, con ligeras escaramuzas. Solo hubo un choque serio y confuso en Beasain que se terminó en favor de los navarros. Y fue gracias a la gente enviada desde la capital y en la que buena parte fueron hechos prisioneros. Y como San Sebastián tenía problemas más serios en sus cercanías, se había abandonado en realidad ese otro frente que, inexorablemente se iba acercando. Beasain, Villafranca de Oria, Tolosa, Villabona, se vieron inmolados a ese avance que seguían los navarros por el curso del Oria. No podía caberles a esos pueblos destino, más hosco y adverso.
Fustigado por el peligro, abandonando toda otra actividad, me marche a Andoain. Subí a Ventas de Gárate, bien conocido por mi. Siendo niño, ibamos en cuadrilla a ese espléndido macizo a recoger manzanilla, flor curalotodo de la farmacopea popular. Allí no había resistencia en realidad. Solo mas bien grupitos que servían para conocer los movimientos del enemigo, pero no para resistirle. Lo mismo me sucedió en el Buruntza, el monte tan popular en el valle de Zubieta por la ermita de San Roque y por la de Azcorte. Desde el Buruntza veía Ventas de Gárate a la derecha, y a la izquierda el Adarra. En sus estribaciones se podía parar el enemigo, cerrar el paso a Hernani, Lasarte, Zubieta y Usúrbil y, claro está, a Urnieta. Salvar la carretera de Bilbao y el ferrocarril que corría paralelo. ¿Cómo se abandonaría todo esto sin lucha? Me angustiaba esta eventualidad. Pese a mi optimismo, me era difícil creer en el milagro. En el Buruntza había también unos grupos aislados del pueblecillo de Oria. Algunos de ellos amigos míos. En ese frente faltaba el espíritu que reinaba en el campo de batalla de la frontera.
Hablé de resistir por allí donde pasé. Pero yo notaba que los navarros impresionaban más por lo que se conocía de ellos y por la historia. Allí estaba el suelo digno para ofrecer una resistencia ilimitada. Faltaba lo elemental: el alma. La desmoralización era ya grande. La aparición de una boina roja de requeté creaba inmediatamente un complejo de inferioridad. Hablé de las jornadas embriagadoras de la capital, del cerco de Loyola, de la iniciativa de las fuerzas populares en la batalla por la frontera. Me hacia daño que se derrumbase aquella fortaleza que la naturaleza habla puesto en nuestras manos. Les señalaba la línea gris que desde la bifurcación del Alto de Teresategui iba descendiendo paulatinamente hasta Usúrbil. Había que evitar que San Sebastián quedase cortada de Bilbao. Se hicieron parapetos, incluso se tiró, un teléfono de campaña desde Oria, esto recomendado por Larrañaga que se daba cuenta del interés estratégico de aquella zona. El enemigo andaba todavía por Villabona y sus avanzadillas se hallaban cerca de Andoain.
Bajé por un sendero que casi a pico lleva a la casería Pagoaga, cercana a la central eléctrica de Abaloz, sita a orillas del Oria. Me dejaba caer por la pendiente como por un tobogán. Pronto pise la carretera general y me dirigí a Oria a pie. A medida que iba caminando el corazón se me iba oprimiendo por presentimientos nada halagüeños. Penetre en él magnifico parque de plátanos, chopos, pinos, pertenecientes a la fabrica de hilados y tejidos de Brunet y Cia., parque atravesado por un canal de parte a parte. El cuadro, agreste, umbrío, fresco, no alegró mis pensamientos. La revolución tantas veces invocada no era estampa romántica ni lirismo triunfal. Desde Oria hable por teléfono con mis compañeros de la capital. Me conminaron a que entrase, pues el gobierno de Madrid daba instrucciones y se iban a estudiar en la junta. Me prestaron un cochecillo en Oria. El coche corría a toda velocidad por la línea recta que forma la carretera en el valle de Zubieta hasta entrar en Lasarte. Una patrulla me detuvo Para examinar los papeles. En esto llegó otro automóvil a todo gas. Rechinaron los frenos, botó literalmente el coche, marcaron las ruedas la carretera. Estupefacción por parte nuestra. Del vehículo saltaron dos capitanes y un cura. Saludaron con un sonoro:
-¡Viva Cristo Rey!
No se habían percatado de que estaban en manos del enemigo y preguntaron con la mayor naturalidad:
-¿Estamos lejos de San Sebastián?
Se les respondió apuntándoles con las escopetas. Los tres hombres se quedaron petrificados. Alguien dijo:
-Tan lejos que no la verán más.
-¡No tiréis!-grité. Pueden sernos útiles.
Lívidos, levantaron los brazos en alto sin osar la menor resistencia.
-Quitarles las armas-ordeno el jefe de la patrulla de guardia.
El cura estaba armado con una Colt. Un miliciano le desarmó. Mirándole significativamente y con desdén concentrado le espetó:
-¡Que bonito cáliz para celebrar misa!
Calló el sacerdote descuajado totalmente por el error sufrido. No reaccionó.
El comité de Lasarte les interrogó y decidió luego enviarlos a San Sebastián. Yo asistí al diálogo.
-¿A dónde iban ustedes?
-A San Sebastián.
-Pues si está en nuestro poder...
-En Pamplona nos habían anunciado la entrada inminente de nuestras tropas en la ciudad. Venimos de combatir en Somosierra y sin descansar hemos continuado el viaje.
-¿Por qué tanta prisa?
-Tengo un pariente en San Sebastián y quería saber si le había sucedido algo-declaró el sacerdote.
-Nosotros también teníamos parientes en el cuartel de Loyola. Corríamos a saber noticias-expresaron a su vez los militares.
En un coche dos hombres armados escoltaron a los prisioneros. El nuestro le seguía. Al atravesar Añorga, en ese preciso instante el cura párroco se dirigía a la iglesia. Los añorguinos le saludaban con las mismas muestras de respeto que antes de la guerra. Su colega observaba tal cuadro con verdadera extrañeza.
-Está bien vivo-le subrayó un miliciano. Y la iglesia, mire allí, está intacta.
El sacerdote volvió la cabeza. En efecto, allí estaba intacta. En los periódicos rebeldes había leído que los donostiarras habían quemado las iglesias y masacrado a los curas por las calles. El miliciano, agresivo, insistió:
-¿Han hecho ustedes lo mismo con los sindicatos obreros y casinos republicanos de Navarra? ¿Por que los han cerrado? ¿Por profilaxia social? ¿O por magnanimidad?
Nada contestaron los detenidos. Viéndose en manos de quienes ellos llamaban «rojos», miraban el porvenir con terrible desconfianza. Si los «rojos» estaban a la altura de la propaganda nacionalista no tardarían en pasar a mejor vida después de sufrir atrocidades y vejaciones sin cuento. La perspectiva les aniquilaba. La entrada en la ciudad bajo las salvas mortíferas del «Velasco» fue accidentada. Hendían los aires silbidos de obuses y explosiones sordas. Instantes dramáticos para los habitantes. Los coches no se detuvieron y proseguían la carrera vertiginosa. Desde el Paseo de la Concha distinguían los fogonazos del barco de guerra que bombardeaba la ciudad. Las calles estaban desiertas, excepto algún grupo que miraba con curiosidad el bombardeo. Depositados los prisioneros después de explicar las circunstancias de la detención, me dirigí a la calle Larramendi. Al entrar en la secretaria salude con un ¿qué hay? costumbrero
-¡Hola! Te esperaba-me respondió el secretario Ruiz cogiéndome del brazo a invitándome a un asiento.
Nos miramos y nos comprendimos. Vivíamos con tal sensibilidad la situación que las palabras parecían superfluas.
-¿No habría manera de estabilizar esa línea?-me preguntó el secretario después de corto silencio.
-Pecaría de optimista. La moral no es elevada y falta material.
-Pues hay que mantener ese frente cueste lo que cueste. El gobierno de Madrid nos exige que resistamos. Están ya en la frontera los armamentos y los auxilios para salvar a la capital. Se va a arreglar diplomáticamente el paso del armamento.
-Esta noticia vale El Potosí-me entusiasmé.
-¿Cómo pararles antes de que lleguen a Lasarte?-se preguntaba Ruiz. Desgrané mi opinión lentamente:
-Haría falta un golpe de audacia como el de las Peñas de Aya. Haría falta un acuerdo inmediato entre las juntas de Defensa de Eibar y Azpeitia para atacar al enemigo por Aya, con contingentes que sólo ellas proporcionarían. San Sebastián no puede desguarnecer la frontera. Allí ha puesto toda la carne en el asador. Esta maniobra de diversión permitiría, quizás, descongestionar el ataque directo a la capital por el sur. Un hecho de armas de este genero daría confianza a las milicias que defienden la entrada del valle de Zubieta y el paso a Urnieta y Hernani.
-Lo plantearé esta noche en la junta de Defensa. Ese plan me parece quimérico dada la tensibn que reina entre esos poderes.
-¿Y San Marcial? -Una gran gesta... una gran gesta... -repetía el secretario.
-¿Se aguanta?
-Con valor. La gente se pega al suelo y no hay manera de desalojarla.
La esperanza me cubrió. No todos los esfuerzos serian vanos. Los milicianos reaccionarían vigorosamente al saber que Madrid enviaría armas y barcos de guerra para defender San Sebastián. De pronto sentí necesidad de volver a la montaña. Se lo dije:
-Mañana me voy para el Buruntza.
-Habla antes con Larrañaga a ver si puede coordinarse un plan general.
Fuimos juntos a la Diputación. Larrañaga se había ido a la frontera y no se sabia cuando volvería, aunque se le esperaba para la reunión.
-Vete a descansar y ya te daré noticias.
Volví, pues, a la calle Larramendi. Me tumbé sin cenar y me quedé profundamente dormido. Me desperté a media noche con deseos locos de marcharme a la Diputación. Todavía no se había terminado la reunión. Le espere a Larrañaga y aun cuando nuestras relaciones se envenenaron por lo ocurrido en el cuartel de Loyola, me saludó amistosamente. Le expliqué lo que había visto por el Buruntza y por Ventas de Gárate. Me escuchó atentamente.
Su opinión fue la de que ese frente seria más peligroso para el porvenir que el de la frontera. Habría que movilizar todas las fuerzas de San Sebastián. ¿Cómo y con que? iAh, si las armas prometidas llegaran a tiempo! Otro gallo cantaría. Salí de la Diputación rumiando la situación. La ciudad a oscuras, sin espectáculos, desértica, reflejaba las dificultades del momento. Decidí marcharme a Bidebieta para ver en que estado se hallaba el arsenal. Aparte los fusiles con que estaban armados los pescadores, podíamos disponer de un centenar. Con ellos se podría armar a otras gentes que las enviaríamos a la zona de Andoain. Los pescadores se resistían a abandonar los fusiles, Pero ante mi insistencia lo prometieron. De nuevo en San Sebastián entre en contacto con Jiménez, el socialista, para discutir sobre la conveniencia de enviar sindicados socialistas y confederados a Andoain. Ellos tenían bastante gente en Hernani y podíamos reforzar así ese frente.
Por la mañana, por nuestra parte fuimos juntando gente refugiada de Tolosa que estaba dispuesta a batirse el cobre. Pero antes de lanzar esos refuerzos en la aventura de la guerra, guise percatarme de visu del estado del frente, pues en veinticuatro horas podía haberse modificado sensiblemente. Me fui, pues, para Oria. Llame al Buruntza para hablar con Tomás, con quien había estado en la escuela juntos.
-¿Que Tomaá?-me respondieron. ¿De donde llamas?
-Del Frente Popular de Oria.
Con sorna que me dejó patitieso, la voz me amenazó:
-Ya os vamos a dar Frente Popular, ya... Os vamos a cortar los cojones. ¡Viva Navarra!
Bajé el auricular para no seguir escuchando las burlas del navarro que estaba al otro cabo del hilo. Tire rabiosamente del cordón y lo arranqué. El contratiempo era grave. Me senté en el banco un tanto desconcertado. ¿Qué hacer? Los requetés se habían apoderado del Buruntza de donde dominaban Lasarte y todo el valle de Zubieta. Los milicianos se habían retirado precipitadamente, olvidando de cortar el teléfono. De pronto me imagine que podían avanzar por la carretera general. Al chofer le dije que avanzara hacia Andoain con objeto de descubrir al enemigo. Yo sabia que desde arriba nos estaban viendo. Adelantábamos con precaución. Pasamos Abaloz y al llegar a las canteras de piedra propiedad de cementos «Añorga», las avanzadillas nos tirotearon. Si nos dejan avanzar nos hubieran hecho prisioneros. Volvimos a toda velocidad. Cerca de Lasarte nos encontramos con un grupo que estaba encargado de minar el puente tirado sobre el Oria que unía el hipódromo a la carretera general. Era un puente construido durante las celebres carreras de automóviles del circuito de Lasarte. Por él llegaban los coches a las tribunas para asistir a las carreras aun cuando los bólidos habían comenzado la ronda infernal.

26. SOCIEDAD Y POLITICA
Al político hay que clasificarlo ante todo según su valor positivo y juzgarlo por lo que ha hecho. En política, hay que arrancar de los hechos reales...
Hitler

En otra ocasión la aparición de «Crisol» que tantas inquietudes y veladas nos había causado antes del levantamiento me hubiera entusiasmado. A mí me hubiera gustado a lo sumo un «Crisol» que entraba en la vorágine de los acontecimientos con la idea fija de Ilevar adelante las posibilidades revolucionarias. Yo estimaba que la guerra y la dirección de los servicios públicos y de la política valían mas que todos los tratados de sociología juntos. El dicho popular «el oficio saca maestro» era de una actualidad palpitante para nosotros los anarcosindicalistas. Hasta 1936 nos mantuvimos alejados de la política y la tratábamos con ironía y con sorna. La improvisación de algunas industrias y la del abastecimiento nos enseñaban más que los tratados de economía por muy eruditos que fueran. En esos momentos dramáticos para el país y para cada español, ya no se trataba de idealismo puro, ni de principios solemnemente aceptados. Se trataba de vencer. Por lo menos de no sucumbir: Y de dar de comer y trabajo a la comunidad, aliñado el plato con briznas de ensueño. Así se lo hice saber a Juanito Frax, fiel a sí mismo, y a su compañera Mari San Román, ejecutantes del semanario. Les dije que vivían marginados de la realidad social y que en esas condiciones el semanario no tendría la menor audiencia popular. Me contestaron que nosotros nos íbamos politizando y que en la política habíamos hecho que la C. N. T. comedera inmoralidades.y hechos atentarios a la filosofía que nos caracterizaba. ¿Cómo?-proteste airadamente. No concibo que hayamos salvado a San Sebastián del ataque fascista y que luego dejemos a los otros dirigirnos, como si fuéramos incapaces de gobernar. De acuerdo -replicó-, pero habéis hecho demasiadas concesiones. Fue la única discusión seria que tuvimos con los de la F. A. I. Seguimos tan amigos y cuando aquella misma tarde me telefonearon diciéndome que la redacción de «Crisol» había sufrido un bombardeo marino corrí a ver si alguno de los redactores había sucumbido. La redacción estaba situada en una villa frente a La Concha, elegante, bien acondicionada, pintada de blanco inmaculado, con amplios balcones en el primer piso, anchas ventanas y una terraza en el entresuelo. De allí se descubría un panorama de sueño, un cuadro digno de Sorolla cuyos colores ya no eran del mediterráneo. En la terraza había un pequeño telescopio que permitía en esas circunstancias ver perfectamente al crucero rebelde «Velasco» navegar cerca de la costa y bombardear la frontera y la ciudad. La villa había recibido un obús que la traspaso de parte a parte sin explotar.
Fue providencial para los inquilinos. Dos grandes boquetes atestiguaban la caricia del cañonazo. Respire cuando en el salón vi a todos que seguían trabajando normalmente. Mari San Román me contó:
-El edificio se había estremecido, sacudido por huracán instantáneo. Hemos pasado un poco de miedo, nada más.
En esto, a tiempo que se oían explosiones atronadoras, la villa temblaba con sacudidas repetidas. Los silbidos de las bombas cortaban el aliento de todos nosotros, tumbados por el suelo. Los aviones italianos atacaban la ciudad. Tiraban las bombas dondequiera y luego cogían la dirección de Hernani, seguramente camino de Pamplona. Ya conocíamos su orbita: paso por las crestas de la frontera, luego Irún y San Sebastián.
Salimos. Por las calles la gente corría indignada:
-¡Cobardes! Otros, viendo que los aviones se alejaban, gritaban:
-¡Ya se van! iCalma!
Todavía se desconocía lo que era un bombardeo aéreo masivo de una capital. Todavía no había comenzado la terrible masacre de la población civil. Todavía no se buscaba el refugio subterráneo con gritos histéricos, igual que fieras, sin la menor noción de la voluntad. El numero de aparatos era mínimo y los danos causados relativos. Las ambulancias pasaban y volvían a pasar recogiendo a los heridos y a los muertos. Los autobombas, con sus campanillas, dramatizaban aún mas el ambiente que seguía al bombardeo. Ya los habitantes de San Sebastián presumían que el frente y la retaguardia iban a hacer cuerpo, que la guerra moderna, al ganar una dimensión más, extendía el área de combate a toda la nación. Con tono patético les hablé:
-Tengo la impresión que la guerra empieza ahora. De verdad, una guerra total. Bueno, me voy, que vamos a enviar pequeños refuerzos al frente de Hernani y Lasarte.
Yo mismo acompañe a un grupo algo mas allá de Hernani. El enemigo se hallaba en las cercanías de Urnieta. Así pude ver el único bombardeo ejecutado por nuestro «abuelo». Apareció roncando por entre el Buruntza y el fuerte de Santa Bárbara. Voló un rato siguiendo los movimientos del enemigo y lanzó una bomba que, desde el lugar que nos encontrábamos, la vimos balancearse en el aire y luego descender rápidamente a tierra. Explotó correctamente. ¿Que eficacia podía tener una sola bomba? Aquello me dejo frío y comprendí el valor de la aviación en la guerra moderna. Todas las alturas que dominaban a Hernani habían sido tomadas. ¿Resistirían sus hombres? Era mas que problemático. Ante la buena voluntad de los combatientes, yo comprendía que nos hacían falta hombres dinámicos, capaces de arrastrar al combate y a la resistencia al miliciano. El capitán debe oponerse al instinto de conservación de que estamos todos impregnados. He ahí el papel difícil. Además era una cuestión de tiempo. Del maremagnum de combatientes saldrían los caudillos, pero el tiempo apremiaba falta de espacio. Al volver a San Sebastián me encontré con Liquiniano.
Le acompañaba Pello, un tipo del Eusko Indarra, cuya notoriedad como combatiente de valor y de iniciativa era reconocido por todos. Yo era la primera vez que le veía. El también a mí. Nos saludamos con un agur amistoso. Antes de que cambiáramos una frase, la cara de Pello se modificó. Le ganó la indignación y le chispearon los ojos.
No conocía el eufemismo. Soltó de carretilla:
-Quieren evacuar la ciudad y, esto es intolerable. Les temo yo a los carcas vascos mas que a una tormenta. Yo, como vasco, quiero defender San Sebastián.
En efecto, se comenzaba a rumorear con insistencia que el Partido Nacionalista Vasco en sus planes políticos de buscar la autonomía de la región no levantaría el dedo Para salvar a la ciudad. Esa actitud forzaría al gobierno central a admitir la regionalización de Euzkadi. Entre Azpeitia, Bilbao y Madrid se había entablado un dialogo político de grandes alcances no solo Para el instante, sino también para el futuro federalista. Yo quise cortarle a Pello, explicarle que nada había definitivo, Pero no me dejó. Siguió explicando
-Al Partido Nacionalista Vasco no le interesa San Sebastián en este momento porque la ciudad representa el triunfo del pueblo sobre el capital y sobre los opresores. Nosotros, los del Eusko Indarra, estaríamos dispuestos a apoyaros si estuvierais dispuestos a cambiar la dirección de la política actual de la junta de Defensa de San Sebastián.
El singular exordio tenia acentos sinceros. En vista de ello, quise saber hasta dónde le dolía el estado de cosas y en el que San Sebastián iba a servir de apuesta entre políticos. Inquirí:
-¿Y que propondríais?

-Que tomásemos nosotros la dirección de las operaciones militares. La junta está demasiado paralizada por la importancia del Partido Nacionalista.
-¡Pues nada! Eso seria verdaderamente un golpe de estado.
Liquiniano se mantenía reservado. El siempre tan locuaz cuando se trataba de operar en la calle. Que el Partido Nacionalista Vasco no había apoyado con todo su poder la lucha contra los rebeldes, eso estaba mis que claro. Pero de ahí a que fuera cómplice del abandono... Ante mi reflejo de incredulidad, Pello insistió:
-Tengo amigos íntimos en el Partido que me lo han hecho comprender. Al Partido le interesa lo que se esta fraguando en Madrid.
A mí se me ocurrió Ilamarle a Jiménez, el socialista, para exponerle lo que Pello nos daba a conocer. Tomé cita con él en el jardín de Amara. Mientras nos dirigíamos Liqui, Pello y yo a ese lugar, retrató despacio a Pello, verdadero arquetipo de los vascos: fuerte, musculoso, frente ancha, nariz recta y sobresaliente. Valiente hasta la temeridad había cumplido hechos de armas que habían asombrado a los combatientes.
Los milicianos le reconocían gran personalidad frente al enemigo, no ya sólo por el arrojo, sino por el sentido guerrero que le permitía salir airosos de las empresas. Era un futuro caudillo vasco en lo militar. Liqui y el se habían compenetrado por el juego peligroso de la guerra y se entendían a maravilla en la lengua vernácula, sencilla y primitiva, la de la tradición oral, sin los artilugios y oropeles del vascuence moderno. Ángel Jiménez llegó en coche. Nos sentamos en la hierba. Jiménez pertenecía a la promoción del 14 de abril de 1931, a esa promoción general que creyó en el progreso de España y en la desaparición de la miseria por una contribución leal y desinteresada de todos los españoles. Su cara triangular denotaba intelectualidad. La cita le había intrigado mucho al socialista. Pero al verse con Liqui y Pello, ambos tan conocidos por su combatividad a iniciativas espectaculares, el interés creció. Pello habló:
-Tu debes saber, tan bien como nosotros, que Indalecio Prieto con los nacionalistas está jugando a la política. Estos para sacar tajada de la situación importándoles un comino la situación del frente. Aquel para que el País Vasco se quede en la órbita republicana. Como buen político sabe que los nacionalistas se inclinarán por el mejor postor. Sabrás también de que corren aires de renuncia y de inutilidad de defender San Marcial y San Sebastián. Todo esto me parece muy peligroso. Si en la frontera se esta aguantando desde hace tres semanas, lo mismo se podrá hacer en San Sebastián, cuyas defensas naturales permiten asedio largo con vistas a tiempos mejores. Hay que sanear un poco nuestro campo y limpiarlo de gentes que no se sabe si están con uno o contra uno.
Yo veía que Pello argumentaba mas bien con el corazón que con el cerebro. No obstante yo reconocía que había algo de verdad en sus insinuaciones. Por mi parte, yo me interesaba por la defensa de la revolución y por la dignidad donostiarra. Emplee, pues, el lenguaje revolucionario Para impresionar más a Jiménez, por saberlo más permeable a estas consideraciones:
-No está mal que Pello tenga sus temores en cuanto a una pérdida fácil de nuestras posiciones tan duramente conquistadas tanto en la frontera como aquí. Es justo prevenir. Tenemos fuerzas políticas, entre nosotros, que están asustadas de la supresión de la sociedad anterior. Sí, amigo Jiménez. ¿Vamos a dejar que los navarros huellen el suelo sagrado de la revolución, de la verdadera, de la social? Defender esta zona representa salvar el foco de la resurrección general...
-Por lo menos vasca-especificó Pello.
-Y vasca-repetí. Tú amas esta tierra, como nosotros, y sentirías amargura y te rebelarías contra el hundimiento de cuanto hemos creado aquí. Sería indigno de nosotros aceptar un destino tan poco honroso.
Jiménez, se veía a la legua, estaba sobrepasado por el problema planteado. Admite los argumentos expuestos, se le ve impresionado, pero todo ello le parece tan grave y tan complejo que sólo se le ocurre interrogar:
-¿Y qué haríais?
-Tomar en nuestras manos la dirección de las operaciones militares. Hay cierta complacencia en admitir la derrota.
En Jiménez hubo dos reacciones aparentemente contradictorias. Su mirada se perdió en el firmamento buscando una inspiración precaria. Calculaba los alcances de la propuesta, cuya significación de rebeldía a la buena entente de la junta de Defensa no se le escapaba. No obstante se atrevió a objetar:
-Admitiendo que se perdiese la frontera y el mismo San Sebastián, los recuperaríamos mas tarde con la ayuda que se nos dará, estoy seguro, para defender la costa tan indispensable en la estrategia guerrera. Al fin y a la postre, San Sebastián quizás sólo sea un episodio.
-¿Y qué haces de la revolución?-replique, adivinando el significado de la objeción.
Jiménez vacilaba. Estaba cogido entre dos fuegos. Quise forzarle la decisión con otros argumentos:
-¿Crees que si conquistamos de nuevo la capital, el conservadurismo bilbaíno va a permitir la revolución socialista? ¿Es que estáis o no contra la revolución? ¿0 es que nos tenéis miedo vosotros también? Los comunistas no nos quieren porque vamos demasiado adelante, porque construimos la verdadera revolución, la del pueblo y no la de un partido. Mira en Cataluña, hemos dado beligerancia a todos los partidos y organizaciones pese a nuestra aplastante mayoría. ¿Por qué? Porque todos pertenecemos al pueblo y este debe ser el gran vencedor de la contienda. Todo lo demás es ir contra la gran corriente del siglo. El capitalismo vasco camparía de nuevo con sus injusticias y privilegios de clase. No olvides que en Bilbao no se ha modificado nada. Todo sigue igual.
Jiménez pidió varias horas de plazo para consultar con los miembros del Partido Socialista, particularmente con el eibarrés Toyos y el viejo Torrijos. La respuesta yo ya la preveía. Sin duda, negativa. Los socialistas estaban demasiado cogidos por el engranaje político en Madrid. Al separarnos del socialista, Pello y Liqui me invitaron a ir hasta San Marcial con ellos. Acepte. La situación de los frentes se iba volviendo dramática y a ellos había que darles todo género de prioridad. Cogimos un coche del sindicato y nos lanzamos a todo gas por la carretera de Pasajes. De Rentería pasamos a Lezo y luego por Ventas de Irún llegamos a la ciudad fronteriza. En seguida trepamos por la subida de San Marcia], cuyo flanco estaba batido por las ametralladoras enemigas. Sólo en dos curvas del zigzag de la carretera podían tirarnos a la vista. Así fue. Gracias a la pericia del conductor pasamos como flechas los limites peligrosos. Y nos vimos pisando el atrio de la ermita, oculta al adversario por un altozano. Camino de Puntxa encontramos gente de las M. A. O. C.-jóvenes comunistas-con quienes conversamos amistosamente. Allí conocí a Cristóbal, al que se le iba a llamar el héroe de Irún por la propaganda internacional del comunismo. No las tenia todas consigo, después de la situación nada envidiable que nos había creado el cierre de la frontera para el paso de las armas. Ahora la provincia de Guipúzcoa seguía la lucha con los medios propios. Le dimos la razón y continuamos la subida.
-¡Tu por aquí!-exclamó Juanito al verme dándome un golpetón en los hombros.
Cerca de Puntxa, Saroya y Zumelzu, nos encontramos con lo más florido de nuestra gente. Al verme todos se imaginaron que algo grave sucedía. Tuve que explicar que la situación en el otro frente sur no era nada brillante, que el enemigo avanzaba con paso de burra hacia Lasarte.
-Eso se explica-observó Rivera. Amenaza con cortar San Sebastián de Bilbao. Al enemigo le interesa que salgamos de la ciudad. Sabe que cuenta la aglomeración donostiarra con defensas naturales que posibilitan la resistencia. De esta manera nos da tiempo a que evacuemos con toda tranquilidad.
-En efecto, es curioso que los navarros ataquen Puntxa y San Marcial con encarnizamiento y que por el otro lado se muestren tan poco apresurados.
-Lo más probable, creo yo, es que le faltan efectivos-indicó Pepe.
-¡Malditas democracias!-le interrumpió Liqui con tono rabioso. Y, señalando la dirección de la estación de Hendaya, agrego:
-Y que tengamos que abandonar esa fila de vagones, cargados con material suficiente para defender Irún y San Sebastián. Se nos niega esta posibilidad arguyendo complicaciones diplomáticas por parte de los franceses. ¿En nombre de que se puede intervenir un material que nos pertenece y que viene de Cataluña? Nuestro embajador en Paris parece mas bien que está interesado por la victoria rebelde.
Excitándose:
-¡Pueblos de eunucos! ¿Que queréis? ¿Nuestro sometimiento al imperio del hisopo y del sable? ¿Que queréis? ¿El trastrocamiento de nuestra geografía para transformarla en vergel? ¿Que queréis? ¿Que os sigamos entregando el plomo, el hierro y el mercurio de nuestras minas para consolidar el nivel de vida en vuestros países, mientras en el nuestro reine la degradante miseria?
Le corté la sarta de diatribas contándoles la detención de los requetés y del cura.
-¿A donde los llevasteis?-me pregunto Juan de mal humor.
-A la Diputación.
-Haberlos traído aquí. Hubiesen visto como se defiende un pueblo que esta perfilando la revolución, la verdadera.
A Pepe le vi por primera vez un tanto exaltado. Con despego y desprecio, remachó esas ideas.
-Europa ve en nosotros el país colonizable. Se gargariza con nuestro folklore inagotable y nuestras corridas...
-¡En el coño les daría yo con nuestro fandango!-exclamó Juan irritadísimo.
-¡Oh, la música española! ¡Y las danzas gitanas, el cielo azul, la costa malagueña, el clima levantino! A los europeos les gusta, como turistas, vernos en nuestra propia salsa, visitarnos para hacer curas de sol y de frutas. No quieren ahondar en el problema español y, sin embargo, estamos escribiendo un capitulo sensacional del cual se hablaría durante años.

El ronroneo de los aviones anunciaba otro ataque aéreo. Nos desperdigamos por las trincheras. Majestuosos, cinco aparatos italianos aparecieron por las cumbres pirenaicas formados en cuerpos de grulla. Con la tensión nerviosa de quien percibe un peligro inminente, yo los miraba magnetizado. Y cuando los puntos negros de las bombas brillaron en el espacio se oyó un gran grito:
-¡Ya sueltan!
Silbidos y explosiones ensordecieron los lugares idílicos. San Marcial y Puntxa, envueltos en columnas de humo y de polvo, desparramaban el olor característico de pólvora, tierra removida y gases liberados por los estallidos. El ataque solo había durado unos segundos. Con qué impunidad el avión operaba en esos instantes. Era un gran arma en la batalla general. Los que estábamos a tierra éramos impotentes contra ellos. Los milicianos corrían de un lado para otro recogiendo los muertos y los heridos. A esa contribución trágica, lo vi por mis propios ojos, como suele decirse, los mineros asturianos que vinieron a defender Irún con entusiasmo loco y la aureola de dinamiteros capaces de enfrentarse con las dificultades subterráneas, colaboraron con fuerte porcentaje de bajas. Pero poco después tuve la suerte de verme metido en el duro ataque que los navarros lanzaron después del bombardeo aéreo. Los morterazos piloneaban las trincheras republicanas anunciando el asalto. Desarmado, mis amigos me dijeron que me colocase en un rincón y que fuese testigo de la resistencia popular. Y en efecto, la infantería facciosa, con los moros al frente, subían por las lomas casi a pecho descubierto. Nuestras ametralladoras segaban a los atacantes antes de que se acercasen a las alambradas. El tableteo de las ametralladoras, la explosión de las granadas y el bombardeo de la retaguardia por parte del fuerte de Guadalupe, me hacían vivir momentos en que la noción del tiempo se desvanecía por la intensidad con que seguía los avatares de la batalla. Durante unos segundos vino a verme Liqui:
-Chico, los milicianos se pegan al suelo y no hay quien los desaloje. Sólo la traición de las democracias nos obligara a abandonar este reducto. Se están empleando los últimos cartuchos.
Una vez más se retiró el enemigo. A poco apareció Piaroa, cuyo flequillo le tapaba los ojos, despechugado. Era verdadera estampa de raza humana. Riéndose provocador:
-¡Ja! ¡Ja!. Me he hinchado de matar moracos. ¿Habéis visto al grande que ha querido saltar la alambrada? Lo he liquidado yo. iVaya ráfaga fulminante que le he largado!
Una bala enemiga vino silenciosamente a incrustarse en el saco terrero donde tenia plantados los pies. Se agachó para buscarla entre la arena. Manteniéndola entre los dedos, se expresó violentamente
-Quisiera verles ahora a los defensores de las teorías humanitarias. En esa loma de enfrente vi ayer a dos muchachos de mi edad sin un brazo y sin una pierna, segados por una bomba área. Aquí sólo cabe morir matando. Se acabaron las teorías. Hay que vender la vida cuanto más cara mejor. ¿Lo demás? ¡Mandangas!
En esto, salvando un accidente del terreno, aparecieron tres combatientes cargados con un muerto. Nos quedamos de piedra. Presentíamos que era alguien de los nuestros por el calzado y los calcetines de montañés. Pepe se precipitó. Jadeante:
-¿Muerto?
-Sí. Un tiro en la frente.
Lo depositaron en la trinchera. Era el simpático Chico que desde el primer día se había mostrado atrevido y eficaz. Yo no podía apartar de su cara pálida, surcada por hilillos de sangre, mientras Liqui le estaba registrando los bolsillos. Me parecía increíble que ese cuerpo fuera antes un puñado de nervios y un temperamento fogoso. Con varios objetos heteróclitos en la mano, Liqui se quedó reflexionando. ¿Seria esa muerte el símbolo de la derrota que querían evitar ferviente y decisivamente? Creyó experimentar la sensación de que, con esta desaparición, se escapaban todas las probabilidades de defender San Marcial. Le iba embargando gran congoja. Un nudo en la garganta le impedía respirar normalmente. Se le iba nublando la vista detrás de la pantalla lacrimal. Casilda le ayudó a levantarse. El cadáver estaba rodeado por diferentes amigos. La noticia de su muerte había corrido como reguero de pólvora por las trincheras cercanas. Venían a testimoniarle el ultimo homenaje a la bravura, desinterés y compañerismo. Todo era mudez y tristeza. Ya Liqui reaccionaba interiormente. Si antes presintió que la derrota planeaba ya sobre sus cabezas, frente a aquellos rostros graves, turbados, casi imberbes, vio recrudecerse su fuerza propia para defender la revolución. Si San Marcial se perdía, nuevos montes y campos servirían de teatro de operaciones para no dejarse sumergir por los enemigos de la nación.
El fuerte de Guadalupe seguía bombardeando las tropas enemigas en retirada y las posiciones de retaguardia. Los silbidos de los obuses rasgaban el aire del campo de batalla anunciando su carga mortífera. Hubiesen hecho falta miles de obuses para formar una cortina que defendieran nuestras posiciones, Pero no era así. A todos nos obsesionaba la carencia de medios para la defensa. Es por este motivo que Liqui me dijo:
-Cuando vuelvas a San Sebastián conociendo de visu la situación te acompañará el Piaroa y le darás todo el hilo eléctrico que encuentres para hacer de todo esto un genero de campo de minas con los chorizos de dinamita.
-¿Crees que resolverá eso algo?
-Hay que usar de todo lo que tenemos a mano.
-Bueno.
Cogimos el coche en San Marcial detrás de la ermita y bajamos por la empinada cuesta de la que una parte estaba batida. Nos sacudieron el pelo, pero pasamos raudos el terreno peligroso. Ya en San Sebastián fuimos a la Plaza de Bilbao en donde había una casa de material eléctrico importante. Cogimos varios rollos y los pagamos con el vale sindical. Ante la cara de sorpresa del dueño, tuve que llamarle a San Juan para que se hiciera cargo de nuestro pedido y así el dueño se quedó satisfecho.
Y yo me decía que por un inverosímil proceso de circunstancias uno tenia ese poder de representar el dinero y la autoridad. El mundo era realmente peregrino. Y el hombre también, pero los militares mucho mis al abocarnos a semejante situación.
Lo irremediable acaeció. El enemigo cada vez mas reforzado consiguió apoderarse de Puntxa, el punto fuerte de la resistencia. Y tuvieron que abandonarse las alturas que defendían Irún después de haber sido bombardeadas duramente por la aviación, la artillería de montaña, los morteros a incluso los barcos de guerra. Esta retirada después de tan duros combates minó la moral guerrera. La tensión nerviosa que mantuvo a los milicianos durante cuatro semanas por los altos pirenaicos se rompió. Se empezaba a errar sin alma por las cercanías de Irún. Cerca del puente de Behobia, al otro lado del río, entre los maizales, los extranjeros observaban las peripecias de la guerra. Creían que los españoles nos divertíamos y que les ofrecíamos ese espectáculo trágico. Ya las mujeres y los niños se dirigen a los puentes internacionales de Behobia y de Irún, camino del exilio. El éxodo entristecía aun más la situación. Las familias reflejaban en las caras.el esfuerzo que significaba la despedida brutal a inesperada de cuanto hasta entonces fue relaciones y forma de vivir. Nada favorecía la sonrisa: padres, hermanos, maridos, se quedaban en una tierra que ardía por todos los costados. Los chicuelos, ajenos a la tragedia, no comprendían los gritos y amonestaciones de las madres.

27. GUERRA Y ADMINISTRACION
La vida jamás abandona sus derechos. No será mañana que el hombre se volverá la espalda a sí mismo.
François Chalais

Después del abandono de San Marcial el informe dado en la reunión de la Junta fue siniestro. Todos los reunidos preveían días negros para la ciudad. Algunos estaban fuera de quicio. Y en tiempo de guerra es difícil evitar ciertas tensiones. Afortunadamente un cemento nos unía: el lenguaje común de evitar la perdida de la moral.
Los milicianos habían hecho lo posible y mis en circunstancias difíciles. Oyendo algunos argumentos se me representó la isla de los Faisanes, poco antes de que el Bidasoa se eche en la bahía de Vizcaya o de Chingudy, formando amplia curva. Desde ahí los hijos de San Luis se echaron a la conquista de España en nombre de la Santa Alianza y, sin encontrar resistencia llegaron hasta el Trocadero, ultimo fuerte del espíritu progresista frente al invasor. ¿Nos iba a suceder ahora lo mismo con los navarros acompañados de los marroquíes? ¿Iba Europa, una vez más, a permitir la victoria de las fuerzas retrógradas y repudiadas por el pueblo como lo impuso en 1823 plantándonos en el trono al rey absoluto Fernando VII, ese funesto rey de la monarquía española? Toda esa zona iba a ser pasto del espíritu que reinaba en Roma después de la derrota de los esclavos de Spartaco. Modernos romanos, los navarros iban a pasar por el filo de las ametralladoras a quienes no pensaran como ellos, en $u Dios, Patria y Rey. El destino se mostraba padrastro hacia unos jóvenes que no conocieron todavía el amor de la mujer ni pudieron mostrar todas las cualidades humanas en el campo del arte o del trabajo. Los navarros venían a morder a la revolución con lengua viperina inoculándola el veneno o la droga de la tradición, domándola a lo circo con fantástica estaca. Los revolucionarios solo podrán morder ese palo como los leones frente al domador. Pero en todo hay una compensación, hasta en el hundimiento de un frente de guerra. El abandono de San Marcial trajo un cortejo de situaciones difíciles para toda la región, sobre todo la de no vivir con los seres amados, la de defender la vida de los viejos incapaces de abandonar la tierra, la de heroicidades anónimas por amistad. La perdida de Irún tuvo su grandeza. La vida se continuaba con su cortejo de dificultades.
Después de la reunión de la junta volví a Irún creyendo que mi presencia serviría para algo. En mi fuero interno un sentimiento de culpabilidad, de negligencia, quizás de inferioridad me hacia regresar a la frontera. Dejando el coche a la entrada de la villa me dirigí luego hasta la carretera de Behobia. Los últimos milicianos bajaban de las alturas. Frente a la fabrica de cerillas me encontró con Larrañaga que descendía también de la montaña. Estaba en mangas de camisa y tenia en la boca una hierba que masticaba nerviosamente. Nos comprendimos con la mirada. Yo le dije:
-Esto va mal.
Optimista me respondió:
-Hay que organizar nueva línea de defensa.
Larrañaga siguió el camino de Irún y yo continué el de Behobia. Desde los maizales hendayeses un grupo de jóvenes francesas me hacían senas de que atravesase la frontera. Yo sostenía un monólogo doloroso. La fabrica de cerillas, calcinada por el incendio del bombardeo aéreo, humeante aun, daba al instante un tinte de ruinas y de abandono. Me quede unos instantes mirando las aguas del Bidasoa que bajaban imperturbables al mar. La conocida voz de Piaroa vino a sacarme de mis pensamientos:
-iVaya chavala en el puente de Behobia! Quitaba el hipo nada mis mirarla. Por un tris no he cruzado la frontera.
En él, ningún signo de depresión. Todo aquello le parecía tan natural como el cambio de estaciones. Con gesto automático frotaba con las manos el canon de la ametralladora que llevaba al hombro. Pronto me vi rodeado de un grupo de libertarios que suputaban las posibilidades de defensa de la zona. Con ellos me volví a Irún y a la entrada me encontré con Torrijos, el viejo socialista. En él dominó el mismo sentimiento que en mi mismo. Quería estar presente en la tragedia irunesa. Me quedó con el por respeto y por instinto de curiosidad de ver como reaccionaba ante los hechos. Con acento dramático, echando una mirada al teatro de operaciones, me habló:
-Hay que retener a la gente. Hay que evitar el desastre.
-Va a ser difícil. Ya sabe que cuando se abandona una posición bien defendida no se para hasta encontrar otra semejante.
-Lo que hay que evitar es que los milicianos se vayan por el puente internacional.
-¿Quién se lo va a impedir si creen que ese es su destino?
-Horrible. Buena nos espera en San Sebastián. Madrid nos tiene que ayudar a salvar la frontera.
No me atrevía a decirle que me parecía tarde para salvar la frontera. En Irún reinaba la desolación y el nerviosismo de toda ciudad que va a abandonarse. Había ya pocos habitantes dispuestos a abandonarla también. Los milicianos cansados no daban una estampa de victoria. Los unos se dirigían a Fuenterrabia, los otros a Ventas de Irún y otros al puente internacional. Estos se imaginaban que en tierra francesa iban a encontrar el descanso de las fatigas guerreras. Torrijos, casi tartamudeando de emoción:
-Madrid no se da cuenta lo que es perder la frontera. Nos vamos a ver encerrados en toda la faja cantábrica, con la única salida: el mar. Vamos a Fuenterrabia.
Fuenterrabia, la antigua Easo, sita en plena desembocadura del Bidasoa, represento papel histórico en los siglos XVI y XVIII por ser punto estratégico. Primero con Francisco I, el desgraciado rey derrotado en Pavía y luego, durante la guerra de Sucesión. Ya no tenia interés practico. El puertecito estaba ya casi vacío. Los barcos pesqueros se iban a puertos mis seguros. Unos a San Juan de Luz y otros a los puertos del interior. Sentados en un pretil distinguíamos en el alto la ermita de San Marcial, blanca, pequeñita, más solitaria que nunca. El enemigo, siguiendo la táctica de avanzar con precaución, no habían izado aún la bandera. Al ver los botes que cruzaban el río camino de Francia con familias enteras, Torrijos se enfureció:
-Y no poder nada contra esto...
Camino de San Sebastián, Torrijos y yo hablamos de los nacionalistas vascos y de su tímida cooperación en lo militar contra los rebeldes.
Lo que hacían desde Azpeitia con su, junta para parar a los rebeldes era insignificante, pues aunque se podía alegar la falta de armamento idóneo para el combate, la realidad tenia raíces políticas. Torrijos, como buen socialista, tenia fe en Indalecio Prieto y estimaba que éste buscaría la solución que obligaría a los nacionalistas vascos a entrar en la batalla con todo su poder. Torrijos no justificaba su posición y me habló de los problemas que continuamente se planteaban entre la junta de Eibar, dominada por los socialistas y la de Azpeitia, exclusivamente nacionalista. Nos separamos a la puerta de la Diputación. Yo me dirigí a los Sindicatos con terribles presentimientos. La caída de Irún iba a acarrear situaciones escabrosas en la defensa de la capital. Convenía discutir con los compañeros sobre las dificultades que se nos iban a caer encima.
Al día siguiente, exactamente el 3 de septiembre, cayó Irún. Pero antes de abandonar la Villa un grupo de libertarios la incendió. El fuego no tomó las dimensiones de totalidad. Se exageró bastante cuando se habló de Irún en llamas. Tuve ocasión de hablar con los autores del hecho. Me contaron la motivación. Había que hacer la guerra con todas las consecuencias. De no hacerlo así, debíamos quedarnos en casa y dejar vía libre a los fascistas. Se les iba dejando el País Vasco con todo su potencial sin la menor muestra de gesto de desesperación. El enemigo bombardeaba las ciudades, las incendiaba y no hallábamos motivo para que los republicanos, al retirarse, dejásemos intactas las aglomeraciones. Había que hacerles comprender que estábamos dispuestos a hacer tabla rasa de la geografía política. Los ingleses quemaron San Sebastián porque la conducta de la guerra contra Napoleón dictaba un acto de esa gravedad. Lo mismo sucedió-con los rusos en Moscú. Nadie alegremente tomaba decisiones de semejante naturaleza. Desde luego, el incendio visto desde el Jaizkibel y de las alturas de Hendaya era impresionante. La gasolina sacada del surtidor y desparramada por algunos edificios obró rápidamente y las columnas de humo negro subiendo hasta las nubes chocaba la imaginación de la gente hasta el punto de que se creyó que toda la ciudad iba a ser destruida. La propaganda facciosa se juntó a la de los nacionalistas vascos para reprochar a los republicanos semejante salvajada, indigna de países civilizados. Era como para reírse. Ninguno de los combatientes reprochó a los libertarios este acto. Y como prueba de ello presentaré la conversación sostenida entre Liquiniano y Larrañaga delante del incendio. Larrañaga, impresionado por las llamas:
-Bien, bien. Hay que hacer todo lo posible por cerrar el paso. Somos demasiado blandos. Ahora hay que subir al Jaizkibel y formar nueva línea fuera de Irún. La línea acortada nos permitirá defender mejor el valle. ¡Ah si tuviera a mano los incondicionales de las M. A. O. C.! (Milicias Antifascistas de Obreros y Campesinos, de obediencia comunista). Pero como muchos de los vuestros, se han quedado arriba enterrados para siempre.
-Todas las fórmulas son buenas para galvanizar a los milicianos-respondió Liqui. La guerra no se hace en la Diputación con reuniones. Se hace en el campo de batalla y es ésta la que indica los procedimientos de combate.
-Esperemos que Madrid nos ayude.

Los hombres corrían como fantasmas por las calles de Irún envueltos en el humo provocado por el incendio. Yo estime desde el primer momento ese acto como un hecho de guerra. No en el sentido quizás en que se entiende por guerra comúnmente. Pero tenia la primera cualidad de reflexión para el adversario.
Las boinas rojas se quedaron por las alturas sin decidirse a bajar ante esa demostración de no aceptar el destino sin una protesta. Un hecho así daba la impresión de que estábamos dispuestos a darle a la guerra las mayores dimensiones dramáticas. Y dar la ilusión de que seguíamos siendo fuertes. Capaces de hacer la revolución y de defenderla como gato panza arriba. En la junta no se planteó el problema con carácter de desaprobación.
Un vaporcito francés atracó en el desembarcadero de Fuenterrabia. Lo tripulaban elementos del Frente Popular de Hendaya. Tenían por misión ayudarnos dándonos la posibilidad de recuperar el armamento de los milicianos que habían pasado la frontera y que se hallaban en la estación fronteriza. Afortunadamente se pudo recuperar el armamento. No así la gente. Una vez pasada la frontera fallaban todos los resortes. La tensión vivida les dejaba ahora indefensos frente a la realidad. La estación de Hendaya presentaba un cuadro enmudecedor. Nadie hubiera dicho que aquellos hombres se habían comportado dignamente. Tirados por los andenes, sin voluntad, durmiendo unos, comiendo vorazmente otros raciones distribuidas por los franceses, daban el espectáculo de la derrota. Y cuando Liqui corrió a ese lugar con el deseo loco de hacerles volver a Fuenterrabia argumentando la necesidad de defender la tierra contra el fascismo, de defender la revolución contra el capitalismo, de considerar la derrota de San Marcial como un episodio mas de la guerra, de tener fe en la victoria...
-¿Que victoria?-recalcó un miliciano socarronamente.
-La del pueblo, la de la revolución, la tuya, la nuestra.
-Déjame en paz, Liqui. Lo que queremos es descansar.
Y el miliciano se echó ostensiblemente a dejarse abrazar en los brazos de Morfeo. Era el ejemplo seguido por muchos. Como las autoridades francesas hablaban de evacuarlos a Cataluña si lo deseaban, según las leyes internacionales, otro miliciano se justificó:
-Ya combatiremos en la otra zona republicana.
Estaba claro. Estos hombres se alejaban de ese teatro de la guerra tan duro y tan inferior en materia de armamento frente al enemigo, imaginándose que la situación seria menos trágica que en el Norte. Por lo menos escapar al crepitar de las ametralladoras, de los bombardeos aéreos y navales, de la atmósfera del frente que se hunde por falta de medios. Fue inútil la labor de apostolado para convencerles. Unos se encogían de hombros, otros le miraban como a un iluminado y los menos respondían un tanto avergonzados:
-Ya volveremos mañana.
-Mañana será tarde.
Y tan tarde. Aquellos combatientes al ser desarmados por los franceses perdieron el ardor y al dejarlos con la tristeza natural del hombre en la atmósfera de la derrota, Liqui se encontró con que era imposible atravesar el Puente internacional, ni el del topo. Entonces, con Casilda, corrieron al puertecillo de Chingudy para ver si en alguna lancha podían volver a Fuenterrabia. Fue inútil. Ningún francés quiso correr el albur, a pesar de sus simpatías por los republicanos, de acompañarles al Puerto de enfrente y perder la vida y la lancha en la empresa. Si hubiera tenido dinero la hubiera comprado. Y así se encontró en tierra extranjera sin poder volver a la suya. Quizás por la noche, al amparo de la oscuridad podría penetrar por la montaña, ahora ya en terreno enemigo, corriendo nueva aventura. Pero las autoridades francesas prepararon un convoy y vía Toulouse se los llevaron rápidamente a Cataluña. ¿Que me sucedió a mí? Al vernos encerrados en la estrecha faja de terreno de la costa cantábrica al perder la frontera, sin otra comunicación que por mar, casi me sentí feliz. Dadas las circunstancias, esa reacción parecía intempestiva. Pues no. Me invadía mayor ternura por la tierra que pisaba y por la gente que me rodeaba. De esa gente que combatía contra el capitalismo europeo, coaligado con una fracción del país. De esa gente que no tenia odio contra nadie y que, abocada a la lucha, trataría de no morir pasivamente. Y de buscar una razón de vivir. Pero la junta también tenia...

Su vida administrativa

... al margen de las contingencias guerreras. Los pueblos, las ciudades y la provincia, tenían que seguir los vaivenes de la vida. La comisaría de Finanzas había tomado el día 26 de agosto el acuerdo de que las industrias presentasen la nómina de los empleados por triplicado con vistas a honorarlas.. Sin embargo, tuvo que tomar disposiciones firmes en contra quienes fomentaban el atesoramiento del dinero, el día 7 de septiembre. El dinero y los alimentos se iban rarificando y la situación de los frentes no favorecía las soluciones más idóneas, pues la junta se sentía traumatizada por el avance de los navarros. Abastos publicó el día 31 de agosto la lista de los caseríos y propietarios en donde había procedido a incautaciones de carne. Lo hizo para calmar los temores del campesinado que creían que se les expoliaba sin ninguna garantía. Que hubo abusos nadie lo pone en duda. Pero de una forma general no hubo desórdenes graves en los almacenes de aprovisionamiento.
El día 5 hubo una alocución del gobernador Ortega. Se trataba de galvanizar el espíritu de combatientes y retaguardia. Le faltaron los acentos épicos y, quizás, la sinceridad. Escuchándola, me decía yo que pese a toda nuestra buena voluntad los acontecimientos nos transformaban en marionetas. A esta corta alocución hubo una reacción: la de un grupo de la C. N. T. llamado «Los Temerarios». Se les puso en la chola de que tenian que recuperar la mole del Buruntza, puesto que dominaba el valle de Zubieta y el camino de Bilbao. La tentativa fue inútil. Los navarros sabían defender con ahínco las posiciones ganadas. En realidad esta pequeña operación o golpe de mano supuso el canto del cisne antes del paso al mundo mineral.
El día 10 de septiembre, en plena situación critica para la ciudad, hubo un recuerdo unánime de la junta por Manolo Andrés, gobernador civil de Zaragoza, director general de Seguridad, asesinado por los falangistas dos años antes. Un articulo en el Frente Popular rindió homenaje a sus cualidades de político y de administrador. La comedia humana empleaba medios y combinaciones para que echásemos una mirada al pasado. Manolo Andrés y la C. N. T. representaban un momento histórico de la lucha social por la justicia y el bienestar económico. El día 12 salió el ultimo número del diario común. Nada en él hacia ver la gravedad de los acontecimientos de que era escenario la ciudad.

28. TACTICA DE LOS NACIONALES
Mola prefería avanzar lentamente, dejando a la fuerza de desagregación de los marxistas y vascos la facultad de seguir por sí mismos su destino.
Robert Brasillach

La llamada lentitud calculada del general Mola correspondía más bien a que no tenia bastantes fuerzas para atacar a la capital. Como buen militar, sabia que San Sebastián poseía defensas naturales capaces de posibilitar largo asedio. Que el abastecimiento, recibido por la frontera, ahora sin él, plantearía grave problema. Y en efecto no forzó la marcha de las operaciones. El 5 de septiembre la ciudad de Irún no está todavía enteramente ocupada. La inminencia del peligro hace suputar a cada organización y partido todas las posibilidades de defensa y el desarrollo futuro de las operaciones. Los rumores de una posible evacuación, de una necesaria evacuación van tomando consistencia. Se habla de contactos con los rebeldes en Pamplona por parte del hijo del gobernador Ortega, en nombre de este. Se habla de los nacionalistas vascos como representantes del caballo de Troya en el bastión donostiarra. Todo eso no hace sino espesar la atmósfera política y social. La ciudad se entristecía con los escombros de los bombardeos, con los cascotes y las casas destripadas y el numero cada vez mayor de heridos distribuidos por los hospitales civiles y militares. San Sebastián era la sombra de la ciudad veraniega.
Sin espectáculos, las escuelas cerradas, sin paseantes por la Avenida de la Libertad o por el Paseo de La Concha, la vida de los niños y adolescentes se concentraba en la playa. Los niños ya no saltan a chingos por las aceras comiendo la merienda. La escasez de los alimentos se hacia sentir por la falta de algunos elementos indispensables: azúcar, café. Afortunadamente la Comisaría de Abastos pudo acarrear de Francia camiones de legumbres y de trigo y que, junto con las existencias de los almacenes, por eso no se temía la falta de alimentos de primera necesidad, como el trigo y la legumbre seca.
Todo contribuía, pues, a que la alegría de la primera victoria, la callejera, sobre los militares fuera palideciendo hasta transformarse en temor, en toda esa serie de sentimientos que nacen al acercarse un peligro inminente. La situación empeoró bruscamente, Una buena mañana, San Sebastián amaneció con los grifos de las fregaderas sin una gota de agua. El abastecimiento de los montes pirenaicos había sido cortado. Fue un golpe sicológico de envergadura, aunque la ciudad podía abastecerse en agua en las fuentes publicas. Ya el optimismo no es de rigor. Se pesan las palabras. Ya en la mente de todos se plantea la necesidad de evacuar la población civil para escapar a la asfixia material. En las colas que se forman para el agua, las mujeres comentaban apasionadamente el curso de los acontecimientos aceptando los bulos que corrían de boca en boca:
-Va a Ilegar una división por mar. Desembarcará en la costa, cerca de aquí, para coger al enemigo por detrás... Los franceses van a enviar veinte aviones a Bilbao para bombardear Pamplona e Irún... Pues en Bilbao han inventado una bomba que al estallar lanza pequeños proyectiles que hacen verdadera carnicería; buena les espera a los «fachas».
... Poco importa lo que va a suceder; nuestros hombres se baten como jabatos. Ya les costará a los navarros con sus moracos venir aquí... A esos cochinos les importa un comino arruinar al país con sus empresas suicidas.
Las fuentes eran el clásico mentidero publico. Por otra parte, los viejos monárquicos y carlistas sienten la comezón de la victoria. Sus amigos están a pocos kilómetros y ya pronto van a gobernar la ciudad, como lo hacían anteriormente, antes de la República. Y tomaban mayores precauciones para pasar desapercibidos. Ya no salen a pasear por La Concha, como el tristemente celebre Paulino Uzcudun, conocido boxeador a ídolo nacional durante algún tiempo. Creyendo aristocratizarse, andaba con la punta de los pies, dando saltitos ridículos. Ahora era el ídolo de los jóvenes ricos y ociosos y lo recibían las mejores familias. Esos enemigos se ocultaban después del asalto a la cárcel de Ondarreta por parte del pueblo de San Sebastián, indignado de ser bombardeado por mar y por aire impunemente. En ese asalto se asesino a dos o tres docenas de presos ante la impotencia del director de la cárcel, conocido socialista. Los rebeldes amenazaban con pulverizar la ciudad si ésta no se rendía. Los donostiarras respondían matando a los enemigos interiores. Era el juego de la guerra que servia de propaganda en el extranjero para anunciar las atrocidades de unos y otros. Los neutros o, simplemente, los militantes anónimos de las derechas, solo tenían un trabajo: ir a la playa a tumbarse al sol, mientras la ciudad libraba un combate desigual, Pero vital. El bombardeo de la Maternidad, sita en Eguia, como el del Hotel Londres, transformado en hospital militar, cerca de la playa, les dejaba insensibles. Desde el comienzo de la guerra civil no había echado una ojeada a la playa.
Fui al hotel Londres para ver los daños del bombardeo y ayudar a la evacuación de los heridos, entre los que se encontraba Eduardo, el hermano de Liqui. El mar estaba bajo y la ancha extensión de arena me causó efecto. Y luego la vista del mundo de los niños y madres que, arrostrando el peligro, tomaban el sol durante horas para olvidar los retorcijones del estomago no tan lleno como antes. Yo advertía en aquellos juegos alguna tristeza, una resignación a la situación cruel que se les había creado. Me volví para descubrir la perspectiva de la Avenida de la Libertad, del puente de Santa Catalina y de la calle Miracruz. Me atenazo la debilidad sentimental: ¿cómo destruir por una resistencia desesperada esa armonía de la construcción, ese suelo tan lleno de historia? ¿Cómo hundir en la nada los edificios que iban desde el Casino hasta el túnel del Antiguo? ¿Y el puertecito de pescadores rezumando vida, casticismo y alegría, olvidando los dramas del mar? Tardé en reaccionar. Pero al recordar la bella Easo afrontando antaño ejércitos mejor dotados y más numerosos, pensamientos viriles vinieron a fortalecerme. La tradición quería que San Sebastián se defendiera hasta el ultimo hombre y la ultima casa. Y abandoné la playa con la firme idea de que había que salvarla contra viento y marea, incluso contra las propias fuerzas interiores que decidiesen una evacuación prematura.
La Junta de Defensa vivía momentos densos. El estado de los frentes, cada vez más precario, necesitaba un espíritu de resistencia vigoroso y decidido, un bloque monolítico sin ranura alguna. Las divergencias van apareciendo en la discusión de los telegramas del gobierno de Madrid en los que van delimitando fechas Para la resis-tencia de San Sebastián contra una ayuda importante si se respetan los limites de la resistencia. Hay fuerzas políticas que consideran que estos telegramas son balones de oxigeno de circunstancias para que la ciudad sepa defender los ideales republicanos. En cambio, otras fuerzas, los estiman como una realidad que tarda en llegar, pero que llegara efectivamente. Son estas fuerzas las que obligan a adoptar la idea de un San Sebastián asediado por tierra y por mar defendiéndose contra viento y marea. De ahí nace la idea de construir un aeródromo en la ciudad, en los llanos de Amara y una carretera que bordeando el monte Igueldo y la costa fuera a parar a Usúrbil. La prensa colabora en crear la sicosis de resistencia. Los donostiarras no eran suspicaces y aceptaban valientemente la situación, aunque la vida hubiera caído en el punto muerto. Sin medios de transporte, sin luz eléctrica satisfactoria, sin agua abundante. ¡Que importaba! El «no pasaran» no solo era un latiguillo de propaganda, sino una idea anclada en la mente de los ciudadanos por la convicción de que se estaban preparando un mundo mejor. La moral se mantenía a buen grado, pese al terreno que se iba estrechando regularmente y que solo se va quedando en un angosto corredor para salir en caso de una evacuación forzada. En realidad, la ciudad se presta a la resistencia, aunque la ataquen por mar, aire y tierra.
Por su parte, los rebeldes intensifican los bombardeos aéreos y navales y, más grave, amagan el corte por Lasarte, la única salida posible. Los rebeldes no desean que la ciudad se defienda, pues seria un hueso duro de roer. Saben que, a veces, los cercos no hacen sino duplicar las fuerzas de resistencia por un género de desesperación. Por eso, los rebeldes parecen decirnos:
-¡Salid! Os dejamos libre el camino de Bilbao. Nos os empecinéis en quedaros encerrados.
No se explica de otra manera que no hayan cortado ya la carretera San Sebastián-Bilbao, ya a su merced desde hace algunos días. La radio y la prensa invitaban a hombres de toda edad a alistarse para la construcción del aeródromo en la explanada de Amara. Al propio tiempo, se llevaban a cabo «razzias» de gente desocupada y que se desentendía de la tragedia que asolaba al país, los cuales sin grandes ni pequeñas aprensiones mostraban el ombligo al sol en la playa. Los milicianos cerraban todas las subidas de la Concha y luego bajaban a interpelar a esos lagartos-en los dos sentidos- tendidos en la arena caliente. Así se encontraron con un personaje, bien peinado, con pantalón de paño negro, busto potente en donde ya unos pelos blancos anunciaban la madurez del interfecto.
-¿Que hace usted aquí?
-Tomar el sol.
-¿No ha oído el llamamiento de la radio?
-No la escucho.
-Hay que ir a trabajar a la explanada de Amara.
-¡Hombre! No sé manejar un pico, soy abogado
-Ya aprenderá. ¡Al camión!
-Me Ilamo Laffitte.
-Como si es usted el Sumsum Corda.
Laffitte pertenecía a ese género de tipos propios a la picaresca -española o vasca-. Simpático y brillante, pero superficial, audaz hasta el punto de bordear los principios del código, pero sin ir mas allá, era un clásico vividor sin ramplonería, parásito si se quiere elegante, algo así como Casanova en pequeño. Como este personaje celebre había escrito también algo sobre San Sebastián con bastante tino, yo tuve relaciones con él. Nos entendimos en seguida. Laffitte defendió casos de sindicalistas, sin gravedad, por ganarse las simpatías de las izquierdas o por aquellos de nadar entre dos aguas. Los defendió sin cobrar un céntimo a poquísimo dinero. Yo, por mi parte, creía que defendía a los obreros con sinceridad, no por simpatía ideológica, sino por escapar a la gazmoñería derechista. Cuál no fue, pues, mi sorpresa al visitar los trabajos de la explanada y encontrarme con Laffitte, pico en mano, cavando un canalillo que seria la futura cuneta del campo de aviación. Sin la menor intención de humillarle me dirigí a él:
-¿Cómo? Se siente usted tan idealista que maneja el pico en pro de la revolución...
-¡Ni tanto ni tan calvo! Me han cogido en la playa. Ya sabes que el pico de hierro y yo somos feroces enemigos.
-¿En la playa? En estos momentos terribles...
-Ya sé que soy un egoísta. A veces os envidio. Vosotros vivís para algo.
-¿Cansado el trabajo?
-No tanto. Los contramaestres son humanos. Cuando queremos nos paramos y, además, nos han traído una barrica de vino. ¡Ah, si la Siberia fuese así! Sería yo el primer revolucionario del mundo.
Me eché a reír:
-¡Cuidado! Que Stalin tiene las orejas muy grandes. Te puede oír un comunista.
-A propósito de comunistas, ¡buena se la habéis jugado!
-¿Por que?
-Porque les sobrepasáis en humanismo y en espíritu libertario. Que ganéis o que perdáis habéis demostrado que vais muy lejos en revolución. Según parece, Cataluña, la meca de vuestra organización, vive una revolución despampanante. -
Ya sabes que aquí, en España, los comunistas no son fuertes.
-Conforme. Pero Rusia es un enigma en este conflicto. No os dejara las manos libres para que vayáis mas lejos que ella en materia revolucionaria. No te enseño nada, si te digo que este conflicto será cada día más internacional.
Laffitte, transformado en destripaterrones, no perdía el buen humor y aplicaba el conocido dicho: al mal tiempo buena cara. En ese instante me decía a mí mismo que, a lo Laffitte, el hecho de pimentar la sociedad de bohemia y de inconformismo no es pecado mortal. Las reglas no debían hasta dirigir el humor de los ciudadanos. Se trabajó intensamente sin forzar a los trabajadores. Las marismas de Amara se allanaron y para que la explanada fuera mayor se arrasó el jardín que las adornaba. El viejo avión, «El Abuelo», se posó a las mismas puertas de la ciudad, ante los habitantes entusiastas y excitados por la propaganda. La fantasía popular hablaba ya de varias escuadrillas de aviones procedentes de Paris, Londres y otras capitales. Por el momento nos teníamos que conformar con el destartalado y anticuado biplano que volaba con una bomba de diez kilos debajo del ala para descargarla en las cercanías de Hernani o en cualquier falda de las que tan abundante es la geografía vasca. Se dio la prioridad al aeródromo, pero el trazado de la carretera de Igueldo a Usúrbil se comenzó también, aunque no había bastante herramienta y gente. Además se atrincheraban los alrededores de Lasarte. Esto es, se intensificaba el esfuerzo Para presentar la defensa de la ciudad contra toda clase de contingencias. Las centrales sindicales se comportaron valientemente haciéndose cargo de trabajos tan difíciles. Lo más grave en todo ello era la falta de medios técnicos.
En cuanto a las relaciones entre San Sebastián y Madrid se limitaban a las posibilidades de resistencia. La ultima fecha tope propuesta por el gobierno de Madrid había transcurrido y la ayuda anunciada no Ilegaba. Ello fortalecía la opinión de quienes argüían de que Madrid nos enviaba únicamente balones de oxigeno para que se alargase nuestra agonía. La idea de la evacuación iba ganando los cerebros peligrosamente, aunque la situación no tenia nada de desesperada. Y en ese instante crucial en el que el gobierno central proponía una vez más otra fecha ulterior con la orden que haría de San Sebastián una ciudad valiente: San Sebastián debe resistir. Ante este telegrama la junta de Defensa tomó el acuerdo de que los partidos políticos y las organizaciones sindicales tratasen el problema de la evacuación o el de la resistencia. Así a la próxima reunión debían presentarse hombres habilitados para presentar los acuerdos de los mismos.
Nos reunimos en el colegio-convento. Me chocó en seguida el espíritu de resignación que se reflejaba en los semblantes. Bien es verdad que la mayoría eran militantes de edad madura y que solo había pocos jóvenes. Solo se levantaron pocas voces en favor de la resistencia. Por fuerte mayoría la Confederación Nacional del Trabajo adoptó la decisión de evacuar. Iglesias y yo salimos ya de noche con el corazón compungido. Bajo un cielo negro y amenazador, veíamos circular sombras silenciosas, cargadas con cántaros y baldes de agua de las fuentes publicas. No proferían la menor protesta. Encarnaban el espíritu de un mundo mudo, resignado y fatalista. Solo algún niñito lloraba, cogido a las faldas de la madre de cansancio o de sueno. Pepe y yo rumiábamos la ultima maniobra posible para que San Sebastián se defendiera y para que la posteridad no nos echara en cara la falta de hombría y de decoro. Quizás nuestro punto de vista fuera sentimental ante los argumentos de los partidarios de la evacuación:

-Estamos ya en los umbrales de la guerra total. Nadie escapara -ni en vanguardia ni en retaguardia-al abrazo mortífero de bombas incendiarias y explosivas, como lo prueban los bombardeos de San Sebastián a Irún.
Sus enemigos argüían:
-Queréis salvar a la población civil de la masacre. No lo conseguiréis, pues una vez evacuada la ciudad, las mujeres y niños serán atacados por la carretera y los pueblos de la costa. Es cierto que hay pocas bombas y munición, pero no lo es menos que la configuración del terreno favorece la resistencia. Además el enemigo no está dotado para embestir militarmente San Sebastián. Podremos abastecernos por mar, pese a la flota rebelde. Lo que hace falta es la voluntad de vencer, el entusiasmo de la gesta, la virilidad del combate en situación difícil.
Los primeros insistían:
-Es un deber evitar las perdidas en una resistencia inútil. Nos esperaría un piloneo aéreo y marítimo, sin ninguna otra significación que la de resistir el fuego. El enemigo no tiene prisa. Con esos medios a su alcance, tan poderosos, esperara que la breva se madure. La ciudad sucumbirá con honor. No consideramos eficaz la resistencia en el contexto actual de la guerra. La perdida de nuestra ciudad no significa mas que un contratiempo serio sin duda, pero no vital. Los hombres continuaran el combate en los macizos y en los valles vascos. No se trata de abandonarse al enemigo, sino esperar nuevos medios que nos lleven a la victoria.
Cercada Donostia, el problema del abastecimiento seria angustioso. No olvidemos que el mar Cantábrico por el momento no es nuestro, sino del enemigo.
Los revolucionarios, los que veían hundirse todo el proceso social de la República desde 1931 y luego los dos meses y medio, de una euforia sin precedentes en la lucha obrera, se retorcían las manos de rabia. Hubiesen preferido que la ciudad sucumbiese bajo el plomo de los rebeldes. Con acentos desesperados y dramáticos
-Hablamos como hombres del pueblo, como seres que han proclamado la igualdad social. San Sebastián es la única capital del País Vasco que se ha atribuido la tarea revolucionaria. Vitoria está en poder de los facciosos desde el primer día del levantamiento y sigue la tradición de incienso y agua bendita. Bilbao labora por su estatuto y no se atreve a echar la carne en el asador para defendernos. Sin embargo, aquí está la clave de la victoria, en este perímetro donostiarra. Bilbao cree que las tropas navarras no le conciernen y nos dejan frente a ellas solitos. Hay en esto excesivo calculo. ¡Pobres bilbaínos con dirigentes convertidos en traperos y comerciantes de una autonomía utópica! Decimos utópica, porque perdida San Sebastián, el País Vasco, tan reducido, no podrá detener la marcha de las fuerzas rebeldes. Pero estarán contentos los industriales vascos, porque el espíritu revolucionario quedará barrido en Vasconia. Es aquí, en esta ciudad que esta jugando el porvenir del proletariado y de la revolución vasca, en esta elegante ciudad y no en las factorías bilbaínas. La revolución está en peligro.
En los arcos de la Diputación nos encontramos con Pello a quien no había visto después de la reunión que tuvimos con Jiménez, el socialista, sobre la necesidad de cambiar los objetivos militares, excesivamente sometidos a la gravitación del nacionalismo vasco. Jiménez planteó, tal y como lo acordamos, al Partido y la respuesta de este fue negativa. Las conversaciones entre nacionalistas y socialistas estaban ya muy avanzadas en Madrid. Pello insistía
-Ya veis, es a esto a lo que querían abocar los bonzos del Partido Nacionalista, envueltos en la bandera del estatuto. Yo defenderé la resistencia a ultranza.
-Pues nuestra organización ha tomado el acuerdo de la evacuación-le dije.
Se quedó asombrado. Luego, amargo:
-¡También vosotros!
Entonces intervino Pepe para darle alguna esperanza:
-Ahora que estamos buscando una salida para que la. C. N. T. no se solidarice en esa medida.
-Duro. Los navarros son fuertes, Pero no tanto como Para desfilar por estas calles.
Nos separamos. Pepe y yo nos dirigimos a la redacción de «Crisol» con la idea de estudiar tranquilamente cómo podíamos hacer algo en defensa de la tesis revolucionaria.
En cada esquina descubríamos la necesidad de aguantar, de sostener en nuestras manos el balneario. Nuestra propia subjetividad la traspasábamos a las calles y las sensibilizábamos en las sombras de la noche. En la casa bombardeada de nuestro periódico nos reunimos una partida de jóvenes. Allí acordamos que en la reunión de la junta de Defensa yo no intervendría, por ser demasiado conocido, en nombre de la C. N. T. para no estar en contradicción con los acuerdos orgánicos. Sin embargo, Pepe hablaría en nuestro nombre defendiendo la resistencia antes que los otros dos miembros de la C. N. T.-Galo Diez y Barriobero «el Gafotas». Pensábamos que nuestra actitud haría vacilar a nuestros amigos. Tomada esta resolución nos dirigimos al frente que se hallaba en el valle, a la altura de Gainchurizqueta. Queríamos estar en contacto con nuestra gente para saber si podríamos contar con ellos. Afortunadamente, no se había roto el contacto con el enemigo. Solo cuando la presión rebelde se intensificaba se retrocedía, aunque sin ceder mucho terreno.
Al amanecer nos situamos en el punto mas avanzado de la línea, aproximadamente hacia la mitad del monte Jaizkibel, cuyas alturas las dominábamos. La moral de los milicianos era bastante buena, pese a la perdida de lrún. Se mantenía la esperanza de que el gobierno de Madrid haría algo por salvar la zona Norte de la asfixia. A lo lejos distinguíamos las boinas rojas de las avanzadillas navarras.

29. ¡AY, SAN SEBASTIÁN!
En el dominio militar, la verdad, no la del pasado sino la que se verificará en el porvenir, por lo general no se encuentra en lo oficial de la jerarquía, demasiado conformista.
General Beaufre

13 de septiembre de 1936. Las diez de la noche. Palacio de la Diputación. Van llegando los comisarios de la Junta de Defensa, generalmente acompañados por correligionarios que son portadores de los acuerdos orgánicos. Se forman corrillos en el gran salón en espera de que el gobernador Ortega abra la sesión. Rostros fatigados, ojos brillantes, mentes hundidas en grave responsabilidad. Atmósfera densa, casi palpable. Se fuma pitillo tras pitillo con fiebre y nerviosismo. Salón amplio. Varias mesas forman una gran U que llena todo. La parte central la ocuparan los militares con el gobernador. Y las alas los partidos políticos y las organizaciones sindicales. A la izquierda el Partido Comunista, el Socialista y los republicanos.
A la derecha el Partido Nacionalista, Acción Nacionalista Vasca y Organizaciones sindicales. A nosotros nos tocó la extremidad, a la altura de la puerta de entrada. Ortega ya no era el suboficial de carabineros que vegetaba en la frontera al margen de los acontecimientos. Gracias al nombramiento de gobernador y a la subida en grado parecía mas seguro de sí mismo que cuando estaba perdido en la montaña pirenaica. Vestía de paisano, de azul marino. Bajo, tiene la cabeza gacha, como si el peso de la situación le aplastase. Los ojos fatigados, coronados por cejas espesas, revistan a los reunidos desde la presidencia, intentando penetrar en los designios de todos y cada uno. Cabellera que comenzaba a clarearse, mechones grises un tanto hirsutos. Nariz ligeramente respingada que le daba al rostro un reflejo burlón. A pesar del momento difícil, particularmente en lo referente a los presos y a la marcha de la guerra, se notaba en él la satisfacción de haber salido del anonimato. A mí me salió de lo mas profundo de mí mismo una sonrisa amarga. No sé por qué me sentía cortado por esa presencia, como la mayonesa fallada en que las dos partes son antitéticas. Pensaba que en lo político no habían salido hombres de relieve en el caos creado por los rebeldes, así como surgieron los combatientes con ideas e iniciativas. Nos faltaban hombres capaces de hacer vibrar al pueblo por la elocuencia y el interés revolucionario. Con hombres de esa estatura mental y falta de pasión por la causa republicana, no se obtendrían resultados brillantes. Le acompañaban el teniente coronel San Juan, inconfundible con su chaqueta de cuero color marrón. Tan insignificante como siempre, pasó delante de nosotros apenas esbozando una sonrisa que quiso ser un saludo. Yo tenia otro concepto de los militares. Yo los sabia casquivanos, pero respetando el honor en el campo de batalla. Sin duda, en él ¡ojalá me equivocara! su verdadera personalidad se había diluido al contacto con la política vasca y los milicianos alérgicos a la autoridad militar. El caso es que no dio a las operaciones militares el nervio y la impronta de un jefe, de un verdadero caudillo. A San Juan le siguió el comandante Montaut, su ayudante. Tieso, fijando la mirada un tanto inquisidora en nosotros. Impecable en su uniforme militar, obsesionado por la rigidez de las reglas militares no dejaba traslucir la menor emoción. Y no sólo eso, sino que la ambición que pareció nutrir al llegar a San Sebastián, después del nombramiento por el gobierno central, se había esfumado. Quizás hubiera comprendido que habían fracasado en la empresa de defender la frontera.
En cuanto a los civiles nos faltó un Palafox. Nadie supo imponerse en la Junta de Defensa por su estatura intelectual y su autoridad. Fuimos un árbol que brotó esporádicamente y que no se consolidó por faltarnos el tiempo y la tranquilidad. Creció dolorosa y solitariamente la Junta de Defensa. La política dicen que es un arte. Por lo menos yo comprendía que no era un juego. Para mí era ya una técnica. Que era tiempo, esto es, experiencia. No es lo mismo ser diputado que organizar la vida de una región. Ni discutir en las asambleas políticas y obreras. Había algo más complejo e intimo que se trataba de descubrir y de aplicar. Se necesitaba una terapéutica de choque. A lo largo de esos meses de combate y de fiebre no hubo un discurso digno de ese nombre.
Lugares comunes y discos rayados. No. A estado de excepción, no cabía duda que hacían falta hombres excepcionales. Nunca he sabido tomar notas y lo lamento. En cuanto a las estadísticas me siento un tanto escéptico. Sin embargo, en la realidad donostiarra bien podíamos decir que en la lucha contra el fascismo el ochenta por ciento de las perdidas pertenecían a las organizaciones obreras y partidos de izquierda. Y que solamente el dos por ciento de los asalariados siguieron estudios normales después de los doce anos. Quizás esto influyera en lo otro. Quizás no hubiera salido un Palafox por encontrarse con las efigies de Pablo Iglesias, de Anselmo Lorenzo, de Carlos Marx y de Bakunin y que tales personajes no hicieron vibrar a los llamados burgueses y prohombres de la política vasca. Quizás más tarde en nombre de Arana Goiri surgirían las brillantes personalidades que harían del País Vasco una región ejemplar. Estos pensamientos pesimistas dominaban todo mi acervo intelectual. Ante la injusticia del destino ya sólo nos quedaba la dignidad.
El gobernador, visiblemente turbado, tartajeó algunas frases, habló. Había sacado de su cartera de cuero diferentes carpetas. Por falta de dotes oratorias abrió la-sesión sin ningún preámbulo:
-Comisarios y delegados: Sabido es el objeto de esta reunión. Por consiguiente, cada delegación defenderá el acuerdo orgánico. En una cuestión tan grave el acuerdo por unanimidad seria ventajoso, aunque lejos de mí el deseo de coaccionar a las delegaciones. Antes de pasar a la discusión el comandante Montaut leerá el informe elaborado por el representante del gobierno.
Ortega paseó una mirada circular por el auditorio y, ante el silencio general, cedió la palabra al comandante. La lectura fue monótona, sin fe ni aliento. La voz, la del profesional ajeno a las peripecias populares. Parecía un ciudadano de Marte. A falta de calor la situación la presentaba muy clara. Ya no existía moral de combate después de la derrota de San Marcial. Por lo tanto, la situación de la ciudad militarmente era muy precaria. El gobierno pide una vez más que aguantemos varios días, que nos envía armamento para defendernos. Podríamos hacerlo durante cuatro o cinco días como máximo. Por otra parte, el cerco será un hecho dentro de cuarenta y ocho horas y, entonces, recibir la ayuda será más problemático.
Su voz se animó al recalcar estas palabras:
-El Estado Mayor no es político. Sabe que consideraciones de este orden entran en juego. Tomen, pues, la decisión que convenga.
A renglón seguido, como arrepentido de sus palabras, agregó:
-Si se aceptase la evacuación, el Estado Mayor aboga por ejecutarla durante las cuarenta y ocho horas. Ante esta eventualidad el plan lo tenemos preparado. La línea la formaremos al otro lado del Oria. El frente quedara acortado...
Con tono acerado, un delegado le interrumpió:
-Hablemos primero de la decisión. ¿Por que se adelanta el Estado Mayor? -Nosotros...
-El Estado Mayor se calla y eso es todo.
El presidente cortó la discusión:
-Los delegados tienen la palabra.
Esta intervención nos pareció mas que sospechosa. El Estado Mayor parecía invitarnos a abandonar la ciudad en nombre de algo que se nos escapaba.¿Seria verdad lo del hijo de Ortega discutiendo la rendición de la capital en Pamplona? ¿Seria verdad lo del Partido Nacionalista discutiendo aún cerca de Oyarzun con los rebeldes? A Galo Diez le dije en voz baja que no hablase hasta escuchar a otras delegaciones. El por su parte me preguntó cómo me había acompañado Iglesias. Le conteste fríamente: por ser nuestro comisario de Finanzas. Lo que pasa que a el le interesan mas los problemas militares. Perro viejo en lides polémicas y sindicales fingió creerme, Pero se puso a la defensiva. No veía aquello muy claro. El Partido Nacionalista abogó por la evacuación fundándose en los argumentos facilitados por los militares, pero en el fondo porque no le gustaban las formas de organizar la vida en San Sebastián. No había digerido aún la explosión de las fuerzas obreras y de que estas dirigieran todas las actividades. Ni Urondo, ni Astigarrabía estaban en la delegación comunista. La representaban Asarta, uno de los hermanos, y Larrañaga. Asarta llevó la voz cantante lo que me hizo pensar que Larrañaga aceptaba por disciplina de partido, como yo de organización, la evacuación. A Iglesias y a mí nos desilusionó, pues ya no contaríamos probablemente con adeptos de la resistencia. Los socialistas también defendieron el abandono y solo la U. G. T., por boca del viejo Torrijos, manifestó que la organización sindical se adhería al acuerdo tomado por mayoría. Antes de que Galo Diez tomara la palabra, nos cruzamos las miradas Pepe y yo. Era el momento. Con gran sorpresa de nuestros propios compañeros, Barriobero, y Galo Díez, Iglesias habló valientemente. Sus primeras palabras fueron balbuceantes, Pero se fue asegurando a medida que iba desgranando las ideas. Pepe no tenia dotes oratorias, sino un buen sentido y justa perspectiva de los problemas. El fondo de su argumentación se resumía:
-Se estima de forma general que las dificultades inherentes al cerco son invencibles. Posible, pero no cierto. Hay un hecho sobre el cual no se ha hablado bastante: me refiero a la insistencia del gobierno central en ir facilitándonos fechas tope para no abandonar la capital. La flota ha atravesado el estrecho de Gibraltar, se nos dice desde Madrid. No cabe duda que viene hacia aquí, a ayudarnos y a limpiar el mar Cantábrico de unidades navales rebeldes. Lo que demuestra la importancia de esta plaza Para Madrid. Con la flota tendremos armas y el mar libre. No hay victoria sin horas de angustia y sin indecisiones dramáticas. Nuestra situación es mala, es grave, hay que convenirlo. No hay que considerarla desesperada. La geografía nos favorece con montes, colinas y pasos estrechos. Y aún algo más fundamental: el enemigo no tiene efectivos suficientes para tomar de frente y de asalto una ciudad como San Sebastián.
Con tono patético
-¿Saben que significa la perdida de esta plaza? Pues el resquebrajamiento de toda la zona leal del Norte y el plantarse el enemigo a las mismas puertas de Bilbao. El Estado Mayor ha citado el proyecto de formar nueva línea al otro lado del Oria. ¡Vaya idea optimista que contrasta con el derrotismo de la evacuación! ¿Para que engañarnos? Salidos de aquí, nuestra retirada supondría por lo menos una pérdida de 50 kilómetros en fondo y la línea se podrá restablecer allí por las proximidades de la provincia vizcaína. La evacuación de la población civil acarreará graves inconvenientes en las operaciones militares.
Galo Díez se revolvía nervioso en el asiento. El viejo bonzo de la C. N. T. se disponía a interrumpirle:
-En nombre de la C. N. T. pido la palabra.
Y le echó una mirada furibunda a Iglesias. Galo, bajo, tan ancho como alto, casi una bola, apegado a las sutilezas orgánicas, más bien a la letra que al espíritu, habituado a las polémicas y a los mítines, estaba sobrepasado por los acontecimientos, como gran parte de los viejos sindicalistas. Con voz de barítono arguyó:
-La opinión de Iglesias es personal. Yo, delegado de la C. N. T. y nombrado por la asamblea de militantes, traigo el acuerdo de votar por la evacuación. Muy bonito brujulear con hipótesis y ver la ayuda con ojo convencido. Nosotros, los que tenemos la responsabilidad de salvar a miles y miles de vidas, no podemos confiarnos a lucubraciones brillantes. Si evacuamos la ciudad, la volveremos a ganar a costa de nuevos sacrificios. Y si en el albur del combate la ciudad fuese destruida, la edificaríamos más hermosa que nunca.
Guillermo Torrijos, delgaducho pero resistente, bien tieso aun pese la edad, reflejaba en su cara esa historia sindical, dura y difícil, del obrero español desde los principios de siglo. Vestía modestamente. Influido por las palabras de Iglesias explicó cl acuerdo de la Unión General de Trabajadores de sumarse a la mayoría:
-Hemos tomado ese acuerdo por no romper con la armonía que ha reinado hasta ahora a pesar de los dimes y diretes normales en un organismo pluridoctrinal, como la junta de Defensa. No es que seamos partidarios de la evacuación. Me duele-nos duele que acobardados por los reveses de Irún abandonemos sin lucha todo el esfuerzo del movimiento popular de Donostia. Se dice que no tenemos armamento para resistir el asedio. ¿Lo teníamos el 20 de julio? No tengo ninguna confianza, y lo digo sin ambajes, en la opinión de los militares, desfasados por el contenido de la contienda. Encerrados en la capital, los habitantes resistiríamos hasta los últimos limites de lo humano. Aquello que militarmente puede considerarse como indefendible, el entusiasmo popular lo puede trastrocar.

Las palabras sentidas del viejo luchador socialista nos hizo ver a Pepe y a mí que habíamos cometido un error: el no habernos reunido conjuntamente U. G. T. y C. N. T. para estudiar el problema planteado por la junta de Defensa. Hubiera sido posible un acuerdo de resistencia entre ambas organizaciones. Sentimos congoja por las jugarretas del destino o por nuestra falta de perspicacia política. En esos instantes críticos valía más el sentido político que aguzara las soluciones más prácticas.
La junta de Defensa acordó la evacuación. En lugar de representar el gran acto de la epopeya, cantado mas tarde por los barcos populares, admitía la simple a insignificante comedia de la Iloriquería a impotencia. Impotencia no ya solo ante el enemigo interior, sino ante las intervenciones del Foreing Office, Quai D'Orsay, Berlín, Roma y el Kremlin, interesados ya en el problema español, no en el sentido de favorecer los intereses españoles, sino en los suyos propios. Dos días antes, como sarcástica ironía del destino, exactamente el 9 de septiembre, el Comité de No Intervención en el problema español tuvo la primera reunión, dando un pistoletazo en la sien alas libertades españolas representadas por el gobierno de Madrid. Ese Comité nos ocasionó una herida más grave que las fuerzas de Mola al invadir la tierra guipuzcoana. Una gran ciudad, conocida universalmente como San Sebastián, atacada por mar, por tierra y por aire, pasada a sangre y a fuego, hubiese creado situaciones escabrosas en los estados mayores políticos de Europa. Este era un sueno por parte de algunos jóvenes que hablaban de defenderse ante los navarros como lo hizo la Comuna de Paris ante los alemanes. San Sebastián no merecía que se la abandonase al juez y al verdugo de la represión. Fue de cajón que la clase obrera, los intelectuales, se sumasen a la revolución donostiarra y que deseasen edificar el porvenir sobre las bases de un trastrueque fundamental de las estructuras sociales. Y que paralelamente se hubiesen ejecutado ciertas detenciones de enemigos y que en ellas algún inocente hubiese caído. Pero no fue sistemático, ni reglamentado. Se estimó que eran indispensables para contribuir a la consolidación del poder de las fuerzas populares. Había que tener los reaños de justificarlas ante la opinión y ante el mundo. Claro está, los rebeldes las interpretaban a su manera y trataban de desacreditarnos. Hubo mucha calumnia en esas campañas a las que el Partido Nacionalista Vasco no fue ajeno. Pronto iba a saber, la ciudad desgraciadamente, lo que suponía una represión dirigida con la mentalidad de la inquisición y la finalidad de destruir todo elemento progresista, hasta los propios nacionalistas vascos.
Atmósfera fúnebre en este entierro de San Sebastián. Fue el ultimo gran acto político de la junta de Defensa. Nos separamos reflejando en nuestras caras sentimientos encontrados. Durante unos instantes hablamos Galo, Barriobero, Iglesias y yo con la delegación socialista, mis bien de la U. G. T. Dirigiéndome a Torrijos:
-Los nacionalistas tienen mucha prisa en marcharse de aquí, Pero el estatuto va a llegar demasiado tarde para recuperar las magnificas posiciones que tenemos aquí.
-El estatuto es un gran acto político y de gran porvenir histórico-replicó Torrijos.
-Tarde, demasiado tarde-insistió Iglesias en mi idea.
El Estado Mayor había formado un plan de evacuación digno de mentes marcianas. Hablaba que los camiones con todo lo útil de abastecimiento y de guerra circularan separados por tantos metros de distancia, que se formasen convoyes. Estaban francamente despistados. La evacuación se ejecutó con el buen sentido popular y una más imponente de la población civil abandonó la ciudad.
Fue un espectáculo deprimente la marcha de miles de mujeres y niños con lo poco que podían acarrear camino de Vizcaya. Los trenes no pararon de transportar familias donostiarras que se negaban a aceptar el yugo de los rebeldes. Estos no se movían: Informados de lo que pasaba en la ciudad aplicaban la máxima militar: «Al enemigo que huye, puente de plata». Hubo orden y disciplina. En el Estado Mayor se tomó el acuerdo de cometer algunas destrucciones en el ferrocarril y en el Puerto de Pasajes. El 12, ya al anochecer, Iglesias y yo fuimos al túnel de cerca de Pasajes para ver si se había ejecutado el bloqueo de la vía férrea. Se trataba de levantar varios metros de vía, lanzar luego varios vagones al interior del túnel y sobre estos luego una locomotora a toda velocidad. Llegamos en el momento que iba a salir para echarla contra los vagones. Había un grupito de milicianos y el maquinista. Echó a andar la locomotora, aceleró y entonces se echó a tierra el maquinista. La locomotora desapareció en la oscuridad del túnel. Este hecho siempre retardaría la normalización entre Pamplona y la frontera. Luego nos fuimos a Trintxerpe. Nos dominaba el afán del deber cumplido. Y por eso, ya de noche, nos encontramos en la bocana del puerto de Pasajes. Se trataba de hundir un barco cargado de cemento en el estrecho paso que dejan el Jaizkibel y el Ulia. El puerto quedaría inservible durante algún tiempo. En la oscuridad distinguimos el barco y a los marinos que trabajaban afanosamente en preparar el hundimiento. Había que inmovilizarlo por medio, de cables a tierra y encontraban algunas dificultades. La maniobra se iba haciendo larga y nos marchamos a la ciudad. Nos separamos en el barrio de Amara. El iba a casa a ver a la familia y yo al piso de Larramendi para cenar algo. Y allí me encontré al padre con Consuelo. Me esperaban. Les reñí, pues el ultimo tren saldría a las doce de la noche para Deva. Mi padre Ilevaba un saco lleno de pucheros y cazuelas. Sorprendido, le pregunte:
-Pero, ¿para qué llevas todo eso?
-Yo estaba en Francia durante la guerra europea y sé lo que son las evacuaciones. Hay que tener siempre un puchero a mano. Y unas cuantas mudas. Consuelo sólo tenia un saco de viaje. Como para hacer turismo.
Les acompañé a la estación. Una multitud de viejas y niños la ocupaban en espera de poder montar en los vagones, agazapados alrededor de sus bultos, viejos amontonados por los rincones. A un grupo de heridos sostenidos por enfermeras se les dejó pasar al andén inmediatamente. La estación de Amara no tenia sala de espera, y por eso, el zaguán de taquillas estaba invadido. La gente se desparramaba por la plaza. En plena oscuridad, la luz de alguna lámpara eléctrica daba al cuadro un carácter goyesco. En esos instantes en que una ciudad se desintegraba descubrí caras conocidas que habían perdido la expresión. A poco llegó el convoy vacío y la gente se apelotonó en las puertas. Avanzamos en fila. Les dejé en un departamento lleno de niños y de paquetes. Comí atún en escabeche con un trozo de pan y dos manzanas. Y me marché a recorrer la ciudad impulsado por una curiosidad de saber hasta dónde un agrupamiento humano sabe desprenderse de sus costumbres y de su vida cotidiana. Camiones y coches se dirigían al Paseo de la Concha en busca de la carretera de Bilbao. Había fiebre, ganas de marcharse y de escapar al enemigo.
No vi el menor espectáculo de desorden ni de borrachos cantando o llorando. Se han vaciado los garajes de coches y camiones. Todo ha sido requisado para no dejar nada. La desaparición de la autoridad de la junta de Defensa no produjo el menor conato de histeria con su cohorte de robos individuales, ni asalto de ningún genero. El pueblo de San Sebastián dio en esos instantes en que se pierden el culo y la escopeta una muestra de madurez política y de carácter serio. Lo único que podría considerarse, según la óptica burguesa, como acto criminal fue el incendio del edificio que sirvió de taller de armamento a las juventudes Libertarias. Luego me dirigí al puerto. Como la importante flota de pesca de Pasajes fue evacuada por los sindicatos pesqueros, lo mismo se produjo con los barcos de San Sebastián: Había gente que salsa en motoras como si fuera a dar un paseo por el mar. Al amanecer las pancartas y las inscripciones revolucionarias daban a las calles desiertas un aspecto irreal, el de un instante desvanecido en el tiempo. Y entonces pensé que yo debía marcharme también. No tenía prisa. Me sentía bien, casi solo por las calles estrechas de la parte vieja. Automáticamente me dirigí a los sindicatos creyendo que allí encontraría alguien que me condujera hasta Orio. Cerca de Larramendi me encontré con Rivera. El también esperaba filosóficamente el momento de abandonar San Sebastián sin la menor impaciencia.
-¿Tienes coche?-me preguntó.
-No.
-Yo sé dónde hay uno. El dueño lo tiene bien apalancado en el anexo de un garaje. Es un « Opel» bien nuevecito. Y con su ironía siempre alerta:
-Tu, como comisario, tienes derecho a llevarte un automóvil. Vamos por él.
Ya en el coche nos dirigimos al Paseo de la Concha. Al llegar al túnel del Antiguo, una guardia armada de naranjeros y pistolas ametralladoras, nos hizo parar.
-El salvoconducto.
-¿Que salvoconducto ni ocho cuartos? La evacuación ha sido dictada por la junta...
-A ver los papeles.
Tuvimos que enseñar los papeles a aquellos hombres que no sabíamos qué papel estaban jugando. Los examinaron y como explicación nos dieron:
-Desde hace una hora hace falta un salvoconducto para salir de la ciudad. Vayan ustedes a las autoridades nacionalistas al Alto de San Bartolomé y le facilitaran uno. Tenemos órdenes formales de no dejar pasar a nadie sin él.
Echando pestes contra los nacionalistas vascos dimos media vuelta. Ahora se presentaban en dueños de la ciudad para dejarla en manos de los enemigos. Nos pareció el colmo de la doblez. ¡Ah, si hubiesen puesto tanto interés en defender San Marcial y Puntxa! Claro está no subimos al Alto de San Bartolomé.
Cogimos la cuesta de Aldapeta y pronto bajamos por Lore-Toki a la bifurcación de Rekalde. Aquí recogimos a un miliciano que iba a pie. Y cuando llegamos a Irubide, por la estrecha carretera de Bilbao, veíamos a cada lado vehículos abandonados por manos inexpertas. Alguno que otro se había dado un buen tortazo. Desde Orio la circulación era densa y una marea humana corría en todas direcciones. Pasamos el Puente. Allí era el punto en que debía establecerse la línea. AIlí me percate lo que significaba abandonar una ciudad sin tener el aparato militar para hacer frente al enemigo. Allí me di cuenta de la verdadera dimensión de la derrota. La gente no pensaba mis que en seguir adelante, tener los ojos fijos en Bilbao, creyendo que en la ciudad del Nervión hallarían refugio seguro, sin percatarse de que los rebeldes no se pararían a la altura de la desembocadura del Orio para darles gusto a San Juan y a Montaut y a toda la Junta de Defensa. La línea de Orio fue una fantasía. Siguiendo la marea por la carretera llegamos a Zarauz. A la orilla de la carretera estaba Consuelo.
-¿Que haces aquí?
-Estaba por si veía a alguien conocido.
-¿El padre?
-Está preparando arroz con leche en una calle apartada. Venid.
Tomamos un buen plato de ese postre tan gustado por los vascos, Pero con leche condensada el sabor no es el mismo. Al volver al coche nos encontramos con Jiménez y su simpática mujer la pelirroja. Me dijo que había acontecimientos importantes y que la junta estaba convocada en Zumaya. Dejamos al padre y a Consuelo en Zarauz aconsejándoles que buscaran el medio de llegar a Eibar y luego a Bilbao. Siempre podrían estar en contacto conmigo por medio de los sindicatos.
La junta se reunió en el Ayuntamiento. Faltaban bastantes miembros. Entre ellos los militares y el gobernador. La voz cantante la llevó Manuel Irujo. Nos explicó las conversaciones de Madrid entre el gobierno y los vascos. El Estatuto Vasco ya estaba concedido y sólo faltaba la ratificación del Parlamento para que entrara en vigor. Todos comprendimos que el País Vasco entraba en nueva fase política e histórica. Quizás con este otorgamiento tardío el pueblo vasco sacaría de la entretela las fuerzas necesarias para combatir al fascismo y ser un puntal en la España federalista por el amor de la justicia y de la libertad de que tanto nos gargarizábamos todos los vascos. Estibamos en la estacada. El sacrificio que se nos pedía nos lo pagaban en un momento critico con el Estatuto. ¿Estaríamos a la altura? Madrid se acordaba de la existencia de Bilbao. De opresores se volvían no ya solidarios, sino que nos dejaban un tanto las riendas. Desde ese instante nuestra lengua, como nuestro corazón, se incrustaban en una realidad histórica, aceptada por la península. Quizás ahora tendríamos que defendernos contra nuestro propio vértigo que nos llevaría, quizás, a destruir el país de tanto quererlo. Por mi mente surcaban imágenes preñadas de profundo realismo. Muchos de mis amigos habían desaparecido ya defendiendo la justicia social.
¡Que ejemplo! Nos habían trazado el camino y el País Vasco debía seguirlo. El porvenir no seria tan ingrato Para los pueblos peninsulares. Al ver correr por las caras de mujeres y niños el reflejo de la tragedia que estábamos viviendo notaba yo la inmensa extensión de la vida. En mi corazón reinaba pese a todo una sensación de esperanza: en Madrid y en Barcelona el pueblo tenia en sus manos todavía grandes fuerzas para echar en la batalla del honor y de la dignidad sentimientos reconocidos por los propios enemigos

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